Paracuellos: el horror imborrable, silenciado por los asesinos y sus herederos ahora en el poder

Miles de víctimas con sólo un rasgo esencialmente común, digno del asesinato a ojos de sus verdugos: la fe católica

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Entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, a las afueras de Madrid, se perpetró el crimen más terrible de la historia de España. Miles de presos, civiles, religiosos, militares, adultos y niños, fueron arrancados de las checas para ser ejecutados en los parajes de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. Un episodio que la Segunda República intentó ocultar y que la historia apenas ha querido mirar de frente.

A comienzos de noviembre de 1936, Madrid era una ciudad sitiada. Las tropas nacionales se acercaban a la capital y el Gobierno republicano, encabezado por Largo Caballero, había huido a Valencia. La Junta de Defensa de Madrid asumió el poder en la capital. La madrugada del 7 de noviembre comenzaron las sacas de presos de las checas madrileñas, bajo pretexto de traslados, que acababan en ejecuciones masivas en las afueras.

En aquellos veintiocho días se produjeron 33 sacas. Los presos fueron llevados, en su mayoría, desde la Cárcel Modelo, aunque también salieron expediciones de San Antón, Ventas y Porlier. En total, entre 5.000 y 8.000 víctimas fueron asesinadas, según distintas fuentes; inluyendo unos 250 niños. Miles de víctimas con sólo un rasgo esencialmente común, digno del asesinato a ojos de sus verdugos: la fe católica.

Los fusilamientos se concentraron en los parajes del arroyo de San José, en Paracuellos del Jarama, y en el soto de Aldovea, en Torrejón de Ardoz. Los cuerpos quedaron sepultados en fosas comunes, muchos aún con vida, cubiertos de cal viva, sin nombre ni cruz. Eran funcionarios, militares, estudiantes, religiosos o simples civiles acusados de «fascistas» por comités revolucionarios.

El terror de las checas

Antes de ser ejecutadas, la mayoría de las víctimas habían pasado por las célebres checas de Madrid: 345 antros de detención, tortura y juicio sumario instalados en cualquier lugar: edificios públicos, iglesias, conventos o sedes sindicales. Los partidos políticos, desde el PSOE al PNV, o los sindicatos tenían su checa. En ellas se practicaban interrogatorios salvajes, se falsificaban pruebas y se dictaban condenas sin defensa ni apelación. Bastaba un carné de la Falange, a veces falsificado, o el testimonio de un enemigo personal para ser sentenciado.

En las checas se decidía la suerte de miles de personas, la inmensa mayoría inocentes de aquéllo de lo que eran acusadas, bajo la acusación genérica de «sublevados». El terror se había institucionalizado, y el odio ideológico servía de excusa para eliminar físicamente a cualquiera que no comulgara con el nuevo poder revolucionario. Paracuellos fue una culminación de ese delirio.

El avión que no llegó a Ginebra

El 8 de diciembre de 1936, apenas cuatro días después de las últimas matanzas, un suceso singular añadió un velo de misterio y de sospecha al crimen. Ese día fue derribado sobre Pastrana, en Guadalajara, el avión correo de la embajada francesa, un Potez 54 que volaba de Madrid a Toulouse. A bordo viajaba el doctor suizo Georges Henny, delegado de la Cruz Roja Internacional, junto a dos tripulantes, dos periodistas y dos secretarias.

El Ministerio de la Guerra difundió que el avión había sido «criminalmente atacado por la aviación fascista». Sin embargo, pronto se descubrió que había sido abatido por dos cazas republicanos Polikarpov I-15, pilotados por soviéticos. ¿La razón? El doctor Henny transportaba un dossier con pruebas de las matanzas de presos en Madrid, especialmente las de Paracuellos, que debía presentar ante la Sociedad de Naciones en Ginebra. La coincidencia resultaba demasiado precisa para no levantar sospechas.

El piloto logró evitar una tragedia mayor, pero hubo tres heridos: Henny, que pasó cuatro meses en cama; un periodista francés, Louis Delaprée, que moriría poco después; y otro afectado, al que hubo que amputarle una pierna. El propio Delaprée llegó a escribir que el atentado fue ordenado por Alexander Orlov, jefe de la inteligencia soviética (NKVD) en España, responsable también del secuestro y asesinato del dirigente anarquista Andrés Nin. Para muchos diplomáticos extranjeros, como el cónsul noruego Félix Schlayer, no había duda: el avión fue derribado deliberadamente para impedir que el horror de Paracuellos llegase a oídos del mundo.

Santiago Carrillo

El 6 de noviembre de 1936, apenas un día antes del inicio de las sacas, Santiago Carrillo, dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas, fue nombrado consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid. Bajo su autoridad quedó el control de las cárceles y los transportes de presos. Las órdenes de traslado se firmaban con membrete de la Dirección General de Seguridad y, en muchos casos, con la rúbrica de su delegado, Segundo Serrano Poncela.

El propio cónsul noruego Schlayer advirtió a Carrillo el 7 de noviembre, el mismo día en que comenzaron los fusilamientos, de lo que estaba ocurriendo. Pero nada cambió. Los camiones siguieron saliendo de madrugada hacia Paracuellos. Numerosos testigos, tanto españoles como extranjeros, confirmaron que las ejecuciones eran conocidas y toleradas por la Junta. Carrillo, durante décadas, negó cualquier implicación. Sin embargo, la evidencia documental y el testimonio de diplomáticos, sacerdotes y supervivientes sitúan su responsabilidad, al menos política y moral, fuera de toda duda.

Algunos historiadores han comparado Paracuellos con Katyn, la matanza perpetrada por la NKVD en Polonia en 1940, donde fueron ejecutados más de 22.000 oficiales y civiles polacos. El método, el secretismo y la motivación ideológica guardan un inquietante parecido. Pero Paracuellos ocurrió antes, y bajo la bandera de una República que se autoproclamaba defensora de la legalidad y de la democracia.

El silencio y la memoria

Las matanzas de Paracuellos fueron, desde el primer momento, silenciadas por el propio Gobierno republicano. Las autoridades extranjeras apenas pudieron recabar información, y la propaganda oficial atribuyó los hechos a «provocaciones fascistas». Durante la posguerra, el régimen franquista reconoció el horror como prueba del terror rojo, pero con el tiempo, la memoria de las víctimas fue diluyéndose entre la censura de unos y el olvido de otros.

Ya en la Transición, Paracuellos quedó sepultado bajo un pacto tácito de silencio. Se habló mucho del perdón y de la reconciliación, pero poco del reconocimiento. Los crímenes del bando republicano fueron relegados al margen de la historia oficial, y quienes reclamaron memoria para aquellas víctimas fueron acusados de reabrir viejas heridas.

La llamada «memoria democrática», promulgada en tiempos recientes, ha profundizado aún más en esa asimetría moral: recuerda a unas víctimas, pero no a otras. En los libros de texto, Paracuellos apenas ocupa unas líneas; en los discursos públicos, casi nunca se nombra. Sin embargo, en aquellas fosas del Jarama y de Aldovea yacen miles de españoles que murieron sin juicio ni defensa, víctimas de una maquinaria de odio político que devoró toda humanidad.

Paracuellos sigue siendo una herida abierta en la conciencia nacional. No solo por la magnitud del crimen, sino por el silencio deliberado que lo rodeó. La historia no puede escribirse con los ojos cerrados ni con la memoria selectiva. Recordar Paracuellos no es reabrir una guerra, sino reconocer el valor sagrado de cada vida humana y el deber de la verdad frente a la propaganda.

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