Sobre la defensa de altos cargos por la abogacía del Estado

La abogacía del Estado no es —no debería ser— la abogacía del Gobierno; ni de éste ni de ningún otro

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El juicio que se celebra en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo contra Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado en ejercicio, es un hecho sin precedentes en la democracia española y en cualquiera comparable a la nuestra. Nunca antes alguien a cargo de la jefatura superior y la representación del Ministerio Fiscal se había sentado ante un tribunal. Lo hace, además, ataviado con la toga de fiscal general y apoyado en el trabajo de la institución que todavía dirige y de la abogacía del Estado.

La abogacía del Estado es un cuerpo de funcionarios públicos creado en 1881, con un antecedente en la Dirección General de lo Contencioso creada por Bravo Murillo en 1848, encargado del asesoramiento y representación y defensa en juicio del Estado, en el sentido más amplio del término. Además de esta función, los abogados del Estado podemos asumir la representación y defensa en juicio de las autoridades, funcionarios y empleados del Estado, cuando los procedimientos se sigan por actos u omisiones relacionados con el ejercicio legítimo de su cargo.

Esta tarea, que es un correlato del derecho que tienen los empleados públicos a ser defendidos por la abogacía del Estado, incluye también a los altos cargos, lo que supone, en la práctica, que puedan solicitar esta asistencia jurídica el presidente del Gobierno, ministros, secretarios de Estado, delegados del Gobierno… cualquier alto cargo. También el fiscal general del Estado.

La defensa de altos cargos por la abogacía del Estado es un error, tanto de concepto como en la práctica. Cuando Juan Francisco Camacho creó el cuerpo en el siglo XIX, lo llamo cuerpo de abogados del Estado, no de Abogados del Gobierno. La diferencia puede parecer sutil, pero es fundamental. ¿Hay una identificación total entre Administración/Estado y Gobierno? No: éste dirige aquélla, tal y como prevé la Constitución. Pero el Gobierno no sólo dirige la Administración, sino que también dirige la política interior y exterior y la defensa del Estado, ejerce la función ejecutiva (gobierna) y la potestad reglamentaria.

Identificar Administración o Estado y Gobierno lleva a una colonización de aquella por éste que genera severas disfuncionalidades en el correcto funcionamiento de la Administración. Asumir la defensa de altos cargos conlleva que, de facto, defendamos al Gobierno, excediendo nuestra función natural de defensa de la Administración.

La imagen que se está dando durante el juicio que se celebra estos días, defendiendo a un alto cargo como es el fiscal general del Estado, es la de un abogado al servicio del Gobierno. La misma imagen se dio cuando se utilizó a la abogacía del Estado para presentar una querella en nombre del Presidente del Gobierno. Se confunde así el servicio al Gobierno, con los intereses partidistas que pueda conllevar esa labor y a los que se presta quien lo sirve, con el servicio público. Se trata de una confusión inaceptable si queremos mantener el sentido del cuerpo de abogados del Estado.

Urge modificar la normativa para excluir de la defensa por la Abogacía del Estado a los altos cargos. La abogacía del Estado no es —no debería ser— la abogacía del Gobierno; ni de éste ni de ningún otro.

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