Fui a ver la nueva película de Paul Thomas Anderson con las expectativas altas: la crítica es casi unánime en su reconocimiento como una gran película y el público la está poniendo por todo lo alto. La realidad es que no me ha defraudado. Una batalla tras otra (2025) es un espectáculo audiovisual sin parangón. Algo a lo que nos tiene habituado el norteamericano si echamos un vistazo a su filmografía. Es un largometraje alocado y anárquico: Anderson no sólo cuenta las vicisitudes de un grupo de revolucionarios, sino que lleva al lenguaje cinematográfico ese mismo modus vivendi del 75 francés, la organización terrorista donde Di Caprio y Taylor se conocen y hacen sus actos reivindicativos.
Técnicamente, creo que sólo peca, en mi humilde opinión, de cierto abuso de las elipsis. En cambio, destaca sobremanera un montaje en paralelo brillante, secuencias trepidantes como la persecución en coche, otras tronchantes como las llamadas de teléfono de Di Caprio a la base del 75 francés y sus «¡malditos progres!» y una recreación del submundo revolucionario con un toque de humor notable. El avance de la narrativa es, creo, algo inestable y apenas hay momentos de diálogo sereno entre personajes. Se echa en falta para coger oxígeno entre secuencia y secuencia. Quizá precisamente Anderson quiere generar tanto visualmente como en el guion ese ambiente alocado, desenfrenado y desordenado que es la vida de los revolucionarios.
Me interesa sobre todo el mensaje de la película. Más bien, los mensajes. A lo largo de casi tres horas de metraje nada largos —quizá la primera parte, curiosamente la más cercana al día a día revolucionario, es la más tediosa y lenta—, Anderson sugiere varias reflexiones en distintos niveles donde, en resumidas cuentas, se mofa de los dos extremos, tanto de los revolucionarios izquierdistas como de los supremacistas derechistas.
Una primera lectura es, claramente, cómo parodia hasta los extremos de la comedia negra los movimientos supremacistas blancos que aspiran a la pureza racial. También aquí Anderson se ríe de los conspiracionistas: los que creen que su país se rige en despachos con hombres blancos, mayores y representantes al 100% del arquetipo WASP. Es algo que se ve en los miembros del estrafalario Club de Amantes de la Navidad, una especie de sociedad secreta al modo del Ku Klux Klan. Entre ellos, la interpretación de Penn emite luz propia y construye un personaje repelente y desagradable: el coronel Lockjaw, el gran elemento fascistoide de este largometraje. Un despiadado militar que hará lo que sea para mantener sin tacha entre los suyos su reputación de «guerrero contra los enemigos de los Estados Unidos» en la frontera sur, los inmigrantes procedentes de países hispanos. Simultáneamente, por cierto, un hombre que lucha contra sus propias contradicciones interiores: le encantan las mujeres negras, pero está interesado en formar parte de esa élite secreta.
Una segunda lectura, más profunda, es la burla de Anderson hacia los movimientos revolucionarios y sus consignas contrarias al orden establecido. Me sorprende que tantos digan que esta es una película antifa que reconoce y ensalza a este movimiento de extrema izquierda al que Trump recientemente ha incluido en el listado de organizaciones terroristas. ¿Porque digan muchas veces «viva la revolución»? Anderson, en cambio, hace todo lo contrario: se ríe también de ellos. Tanto como de los supremacistas, pero de un modo más sutil e imperceptible a primera vista. El director-guionista exhibe «los gajes de ser revolucionario»: porque montar pollos está bien cuando tienes veinte años, pero luego uno se va haciendo mayor y… hay que buscar trabajo para pagar la hipoteca. Se empieza como el Che Guevara exportando revoluciones por todo Sudamérica y se termina como el abuelo de Heidi, alejado de la sociedad y viviendo una vida pacífica y tranquila: algo a lo que hasta Lenin aspiraba.
Anderson, por tanto, deshilvana el ovillo ácrata del revolucionario medio. Muestra sus anhelos de cambio del mundo y su negativa a someterse, pero también sus demonios interiores: sus dudas y, especialmente, el círculo de confort y tranquilidad al que todos aspiramos, hasta el más violento guerrillero, cuando sobrevienen las responsabilidades. Todos cabalgamos nuestras propias contradicciones, también los miembros del 75 francés: soy revolucionario, pero en lo que me toca de cerca, soy conservador. Lo mío, incluso mi libertad a riesgo de traicionarme a mí mismo, lo protejo con uñas y dientes.
Este fenómeno sociológico y político lo representa a la perfección Anderson en la historia de los personajes de Taylor y Di Caprio. El nacimiento de Willa (Infiniti) genera en ellos reacciones distintas: uno se mantiene fiel a su ideario rebelde y el otro repara en la nueva realidad. Así, si uno de joven era despreocupado y sin ningún tipo de exigencia a sí mismo y a los demás, cuando nace la pequeña todo cambia y crece, naturalmente, cierto sentido de cuidado, protección y responsabilidad. En cambio, en el otro sucederá lo contrario. Quiere «vivir su vida». La paradoja del revolucionario: cambiar el mundo, pero que el mundo no cambie. No acepta la llegada del retoño. Es la inmadurez o incapacidad de asumir deberes, algo tan propio del ethos revolucionario: sólo exigen derechos.
Mención aparte está el rol de Del Toro como el sensei Sergio, un verdadero referente para Willa, o de McHayle como Junglepussy, cuya trayectoria vital, pasar de la acción a la contemplación, es más habitual de lo que parece en la vida real. También ese guiño a La batalla de Argel (1966), una obra maestra que habrá servido de apoyo al director: el papel de Penn recuerda al del coronel Mathieu.
En fin, una historia que no deja indiferente y es apta tanto para el espectador comercial que aspira a un largometraje entretenido y ágil para pasar un buen rato de cine, como para ese espectador más exigente que ve cómo Paul Thomas Anderson deja un rastro de símbolos y mensajes más difíciles de atisbar en su primer visionado. Win-win. Probablemente se convierta en su película más taquillera.