Se encuentra aún en cines la última película de Carla Simón, uno de los cineastas españoles (en masculino porque hablo tanto de ellos como de ellas) más sobresalientes de los últimos años. Su cine habla directamente al corazón de temas muy variados, pero con un tronco común evidente: las cuestiones en torno al árbol genealógico. La familia ha sido el hilo conductor de sus tres primeros largometrajes: Verano 1993 (2017), Alcarràs (2022) y Romería (2025). ¿Por qué un tema tan tratado en el cine ha sido el escogido por esta realizadora catalana? Su biografía es clave.
La tragedia familiar como musa
Simón nació en un contexto familiar complicado: su madre, Neus, tenía VIH y acabó falleciendo de SIDA cuando aún contaba pocos años. Un hecho tan traumático podría haber marcado de por vida para mal a cualquiera, pero Simón logró lo que hacen los maestros: apoyarse en su historia, comprenderla, crecer con ella sin miedo ni vergüenza y, maravilla que sólo alcanzan los genios, utilizarla como base para su expresión artística.
De sobra son conocidas las historias personales de multitud de actores, novelistas o creadores: una o varias experiencias dolorosas en su infancia o juventud funcionaron a modo de trampolín para, desde su hundimiento, saltar con esfuerzo y constancia a lo más alto del mundo artístico. Robin Williams era un niño tímido y solitario que se convirtió en un cómico de fama mundial y Tom Cruise tuvo una infancia marcada por la agresividad de su padre. Ambos, junto a tantos, encontraron en el celuloide un espacio donde desencadenar su pasión, su creatividad y su talento.
Carla Simón también. Ya en su primera película, con apenas 30 años, dirigió Verano 1993, un conmovedor melodrama con tintes de falso documental por el realismo con el que desarrolla la trama. El espectador quedará deslumbrado por cómo la directora decide que observemos el mundo desde los ojos de una niña de seis años, Frida, que ha quedado huérfana de madre por, precisamente, la dichosa enfermedad que tanto ha marcado la vida de la artista. Tiene doble mérito que fuera la seleccionada por España para representarnos en la 90ª edición de los premios Oscar (2018): se trató de su ópera prima y era la primera vez que una historia rodada en catalán fuera la representante española ante los galardones más prestigiosos del cine mundial.
Este retrato de la infancia me sobrecogió. Cualquier que vea esta obra se recordará a sí mismo jugando, bailando o enrabietado con sus padres. Además, Carla jugó excelentemente con el lenguaje cinematográfico al rodar la mayoría de sus escenas cámara en mano, temblando el encuadre, para transmitir ese movimiento constante que llevan los pequeños consigo, llenos de energía, como si fuesen terremotos andantes.
La consolidación de un sello propio
Con Alcarràs, su segunda incursión, se alzó con el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín de 2022. Todo un hito en su carrera y en el cine español. Una historia con la que consolidó su estilo natural, apoyándose en secuencias de marcado realismo. Rodadas con una sencillez engañosa, como si fuera la vida misma: proyectar la realidad sin trucos, con una normalidad que sorprende, exige una preparación previa al dedillo del equipo de actores y del equipo técnico.
Además, en Alcarràs no sólo se apoyó en su historia personal (en entrevistas ha confesado que líneas de guion de las conversaciones cotidianas de esta familia de agricultores leridanos están inspiradas en comentarios y reflexiones de sus parientes), sino que apostó también por la denuncia social de un fenómeno antiguo que ha regresado con fuerza: el conflicto entre el campo y la ciudad, condensado en una frase: «Somos payeses, no técnicos de placas solares». Quizás a más de uno todo lo que ve le suena a otra Simón: la historia de Feria (2020).
No deja indiferente: Simón escoge mostrar el día a día de un clan familiar de cultivadores de árboles frutales en el peor momento posible de sus vidas. Sobreviene un hecho inesperado en pleno tiempo de recolección: poco a poco se instala en sus campos contra su voluntad la transición ecológica. Se ha adelantado a imágenes que inundan no pocos magacines políticos cada mañana en la televisión. Hay tensión, hay incertidumbre… Pero también hay paz, hay alegría… Simón retrata bien que vivimos en un valle de lágrimas con sus picos de felicidad.
Su estilo personal podría reducirse a la máxima de «narrar sin verbalizar». No depositar todo el peso de la acción en el libreto sino, como hacía el cine mudo, dar más protagonismo a la imagen que a la palabra. Jugar con la luz, con los colores y con el escenario donde transcurre la acción. Un movimiento en el que se incluyen otros directores de cine contemporáneo como Villeneuve o Malick. Un plano o una escena, con intervenciones justas, puede decir más que un diálogo entre personajes.
Reconstruyendo las biografías de papá y mamá
Carla lo ha demostrado también en su último largometraje, Romería. Su título, tan enigmático como la presencia sutil del fenómeno religioso en su filmografía, alude al peregrinaje de una joven de 18 años desde Barcelona a Vigo para conocer mejor la historia de sus padres, víctimas del SIDA. Ese viaje introspectivo a sus propias raíces le llevará a profundizar en sus trayectorias a través de los objetos, fotografías y lugares frecuentados por ellos, así como lo relatado por los principales testigos oculares, su familia paterna, a quienes conoce por primera vez. De fondo, Simón relata un tabú nacional como fue la epidemia de drogadicción y VIH que asoló a miles de jóvenes españoles y sus familias en los años 80.
Con delicadeza, Simón vuelve a acertar en el qué (la historia) y en el cómo (la forma de contarla): deja que los paisajes, los ambientes y los personajes hablen con sus silencios, sus miradas y su sola presencia frente al objetivo. Durante su visionado hace unos días me recordó al onirismo de Un verano con Mónica (1953) de Ingmar Bergman: este estupendo hilo de la productora, Elastica Films, confirma mi intuición. Otra de sus influencias, a mi parecer, procede de ese neorrealismo italiano de posguerra que señala con el dedo lo que pocos se atrevieron a filmar antes, como la soledad y la desesperanza en Umberto D. (1952) de Vittorio de Sica. Romería es agridulce: muestra la devastación del fenómeno de las drogas (con algunas secuencias de fuerte carga simbólica como el baile a ritmo de Bailaré sobre tu tumba de Siniestro Total, originales de Vigo, precisamente), pero esconde también grietas por donde asoma la esperanza y donde la familia juega un papel fundamental como lugar de acogida y reencuentro. Como en sus anteriores obras, (con la excepción de Alcarràs, más dramática) el optimismo gana a la pesadumbre.
La trilogía familiar de Carla Simón quizá puede encasillarse en el concepto de familias «sensatamente imperfectas» del ensayista Gregorio Luri: aquellas formadas por personas con sus virtudes y defectos, con sus días buenos y sus días malos. En definitiva, familias reales con sus altibajos. Algo necesario cuando muchos nos dejamos influir por el mundo visto a través del filtro de Instagram. Simón, además, suele añadir notas o instantes de euforia y risas. Incluso en medio de contextos familiares estremecedores. Probablemente sea esta una de las recetas de éxito de su cine: ofrece una mirada esperanzadora hacia la experiencia familiar sin caer en el idealismo ni en la caricatura.