Todo empezó, como tantas catástrofes intelectuales modernas, en Twitter. Un muchacho de edad indeterminada (rango estimado entre los 20 y los 50, en función del índice de afectación y la densidad de latinajos por tuit) proclamaba con vehemente suficiencia que él solo leía clásicos. Que lo contemporáneo no merecía la pena porque ya estaba todo no sólo dicho, sino dicho mejor. Lo decía como quien cita a Heráclito para justificar que ha dejado el gimnasio: con tono grave y convicción de iluminado.
Ante tal acto de fe literaria, me pregunté: ¿cuándo se convierte en clásico un clásico? ¿Hace falta morirse? ¿Hace falta escribir bien o basta con haber caído en el temario de Selectividad? Hay quien dice que los clásicos son aquellos libros que siguen hablando al lector, sin importar cuántos siglos pasen. Pero, a veces, parece que uno se convierte en clásico simplemente cuando se le caducan los derechos de autor. Stefan Zweig, por ejemplo, fue durante años joya exclusiva de Acantilado, hasta que su obra se liberó al dominio público. Desde entonces, sus textos se reproducen como panfletos evangelizadores en imprentas de saldo, lo cual ha puesto fin —según se comenta— a un largo culebrón jurídico. Como si lo que lo hacía clásico fuera el precio de su ISBN.
No hay ningún comité celestial que determine qué entra en el canon y qué se queda en la papelera. El clásico es una construcción editorial, crítica, escolar. ¿Es Javier Marías ya un clásico? ¿Lo será González Pons, cuya novela sigue ocupando espacios en librerías gracias al principio de que, si un político escribe un libro hay que fingir que importa? A veces sospecho que hemos confundido clásico con legítimo por desgaste. Si Shakespeare levantara la cabeza, pediría que le devolvieran el copyright y saldría en TikTok declamando soliloquios desde el váter.
Lo que de verdad me enerva del discurso clasicófilo es esa superioridad moral que lo impregna, como si leer a Sófocles otorgara un tipo de iluminación espiritual inalcanzable por quien disfruta con Álvaro Pombo. Se dice que los clásicos contienen conflictos universales, imágenes que trascienden la época y verdades tan esenciales como el teorema de Pitágoras. Que leerlos es como beber agua fresca de un manantial narrativo inagotable. Ítalo Calvino, por ejemplo, escribió que un clásico es aquel libro que «nunca termina de decir lo que tiene que decir».
Yo matizaría: un clásico es aquel libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, especialmente si lo usas para exhibir tu agudeza lectora en sobremesas. Porque —digámoslo ya— muchos clásicos gozan de fama por el simple hecho de haber sobrevivido. Y, en parte, porque hubo quien se empeñó en que sobrevivieran. Durante décadas, siglos incluso, los ha publicado una misma élite editorial; los han glosado los mismos críticos; los han enseñado las mismas escuelas. Y entre todos han creado esa ficción llamada «canon occidental» que se hace pasar por universal.
La idea de lo universal en literatura es tan sospechosa como la palabra natural en el supermercado. ¿Universal para quién? ¿Quién decide qué conflictos humanos valen la pena ser contados, y cuáles se archivan como literatura de segunda? Me pregunto si quien leyó por primera vez La Ilíada no pensó que aquello eran simplezas bélicas, que él sólo leía jeroglíficos egipcios porque eran más profundos. De la pintura rupestre al Ulises: una teoría del pedigrí. La supuesta permanencia de los clásicos es, en buena parte, una profecía autocumplida: cuanto más se citan, más se leen; cuanto más se leen, más se canonizan.
Por supuesto que hay clásicos brillantes. Por supuesto que es un placer leer La Regenta o Los hermanos Karamazov, si te pilla con el ánimo adecuado. Lo que me repele no es el clásico en sí, sino la liturgia que lo rodea. Esa pomposa convicción de que leer ciertos libros te convierte en alguien superior. Como si no disfrutaras del texto, sino de lo mucho que se te nota que lo has entendido. Joyce es, ante todo, una experiencia masturbatoria: no tanto por el goce de lo leído como por la autocomplacencia que genera haberlo leído. Ulises no se disfruta, se soporta; no se lee, se decodifica como si fuera un sudoku filológico diseñado para premiar al lector con la sensación de pertenecer a una élite intelectual. El placer no está en el texto, sino en la ceremonia narcisista de saberse capaz de atravesarlo. Como si cada página completada fuera una medalla invisible que acredita sensibilidad, profundidad y otras formas de superioridad cultural fingida. No se trata del placer de la lectura, sino del placer de saber que estás leyendo algo que pocos soportan y que aún menos entienden.
En definitiva, no es que los clásicos no valgan. Es que no vale por ser clásicos. Lo que molesta es el narcisismo lector: esa manía de usar los libros como diplomas de prestigio personal, como membretes culturales que acreditarían una sensibilidad excelsa. Leer debería ser un acto íntimo, placentero, desordenado. Pero a menudo se convierte en competición de postureo. Y cuando eso pasa, hasta los mejores libros se pudren bajo el peso de la vanidad.
No se trata de abolir el canon, ni de pedir perdón por disfrutar de los griegos. Se trata de no fingir que lo nuevo es basura por defecto ni que lo antiguo brilla sólo porque lleva polvo. Hay libros recientes que dicen más sobre nuestra época que toda la colección Austral junta. Hay autores que aún no han caducado legalmente y ya merecen espacio en las estanterías del respeto.
Un clásico no es un libro con siglos, sino un libro que sigue diciendo algo. Y eso puede aplicarse tanto a Emily Brontë como a Irene Solà. La única diferencia es que una tiene monografía y la otra, Instagram. Quizá sea hora de admitir que no necesitamos más guardianes del canon, sino más lectores con criterio propio. Leer por el gusto de leer. Leer sin necesidad de demostrar nada. Ni al algoritmo ni al muchacho de Twitter ni a los muertos ilustres que nos miran desde sus portadas en tapa dura.