La economía española vive una paradoja que desnuda las contradicciones de su sistema sociopolítico. Mientras los titulares de la prensa oficial celebran que el producto interior bruto crece más que en la mayoría de los países de la eurozona, la realidad cotidiana de los españoles apenas mejora: los nuevos empleos son copados por trabajadores extranjeros, los salarios reales llevan tres décadas estancados y el poder adquisitivo no se recupera.
La inmigración representa la piedra angular del modelo económico. Entre enero de 2024 y marzo de 2025, el 90% de los nuevos empleos fueron ocupados por extranjeros. Una cifra que, lejos de probar que España «necesita» inmigración para sobrevivir, revela más bien que los extranjeros con pocas expectativas son quienes aceptan salarios que no permiten llevar una vida acorde a las expectativas vitales más básicas de los españoles. No es que los extranjeros hagan trabajos que los españoles no quieren hacer, es que están dispuestos a aceptar salarios que los españoles sencillamente no pueden permitirse para llevar una vida digna.
Entre los trabajadores por cuenta propia, los datos son aún más exagerados: a fecha de mayo de 2025, el 96,5% de los nuevos autónomos registrados en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA) desde 2020 son extranjeros, y sólo el 3,5% son españoles.
El PIB no mide el bienestar
Algunos analistas internacionales de dudosa independencia muestran su «fascinación absoluta» por la economía española. Desde Nueva York se elogia que el PIB crezca al 2,5% cuando la media europea apenas roza el 0,8%. Pero esta aparente fortaleza es un espejismo. El PIB mide producción, no bienestar. Puede subir porque llegan más turistas, porque se contrata más mano de obra barata o porque aumentan los precios, pero eso no significa que los ciudadanos vivan mejor.
La prueba está en el bolsillo. El poder adquisitivo de los españoles apenas ha mejorado en tres décadas. Aunque las nóminas nominales son más elevadas, lo que efectivamente se puede comprar con ellas se ha reducido. En 1994, con 5.000 pesetas (unos 30 euros) se llenaba medio carro de la compra, hoy esa cantidad apenas alcanza para unos productos básicos.
En términos reales, los salarios españoles sólo han crecido un 2,7% en treinta años, mientras la cesta de la compra lo ha hecho más de un 60% y el ocio más de un 50%. Comparado con la media de la OCDE, España está a la cola: once veces menos crecimiento del salario real que sus socios.
La inmigración, clave
En apenas dos décadas, España ha pasado a ser uno de los países de Europa con mayor proporción de extranjeros: casi uno de cada cinco trabajadores no nació aquí. El 90% de los empleos creados desde principios de 2024 los han ocupado inmigrantes.
La versión oficial sostiene que «sin inmigración, la economía española no podría crecer». Pero esta idea se sostiene sobre un modelo de bajos salarios y escasa productividad. No es que España no pudiera funcionar sin trabajadores extranjeros; es que el sistema actual prefiere mano de obra barata y abundante a un sistema con una fiscalidad menos criminal que permita mejoras salariales, inversiones tecnológicas u opciones de conciliación que animen a los españoles a cubrir esos puestos.
Hostelería, construcción, agricultura, cuidados del hogar: son sectores con condiciones duras y sueldos bajos. Los nacionales se resisten a aceptar esas condiciones, y los inmigrantes las cubren. El resultado es un mercado dual: por un lado, trabajos precarios reservados de facto a extranjeros; por otro, muchos de los empleados españoles más cualificados buscan oportunidades fuera.
Precariedad perpetua
El Banco Central Europeo estima que los inmigrantes han acaparado más del 80 % del crecimiento del empleo en los últimos cinco años. La cifra, en lugar de ser motivo de orgullo, debería suscitar preguntas: ¿por qué el empleo en España sólo crece contratando extranjeros? ¿Por qué la productividad no avanza? ¿Por qué los jóvenes nacionales tienen que emigrar para prosperar mientras el país importa trabajadores para cubrir vacantes mal pagadas?
La respuesta está en un modelo diseñado para crecer en volumen, no en calidad. El sistema español utiliza la inmigración como herramienta central para mantener impuestos altos en sectores poco competitivos, a costa de consolidar un mercado laboral que desperdicia talento. La mitad de los inmigrantes con estudios universitarios trabaja por debajo de su cualificación, a costa también de los nacionales, que ven cómo el sistema no genera oportunidades a la altura de su formación ni les ofrece sueldos suficientes para emanciparse o formar una familia.
La trampa demográfica
El argumento más repetido es que, con la natalidad hundida y la población envejecida, la inmigración es imprescindible para sostener las pensiones. ¿Y si fuese exactamente al contrario? ¿Y si la inmigración masiva, la invasión que sufre España, fuese causa de la precariedad y la baja natalidad de los españoles? Si el modelo económico se basa en salarios bajos y precariedad, aunque haya millones de cotizantes extranjeros, el sistema seguirá tensionado por caduco e imposible.
Además, el recurso permanente a la inmigración no resuelve el problema de fondo: la falta de relevo generacional entre los españoles. Lejos de estimular políticas de natalidad y conciliación, se opta por la vía fácil de importar trabajadores, es decir cotizantes. Mientras, los españoles perciben que viven peor que sus padres. La vivienda es prohibitiva: el precio medio del alquiler supera ya un 40% del salario medio en ciudades como Madrid o Barcelona. La energía y los alimentos han escalado mucho más que los sueldos. Y los jóvenes se independizan de media a los 30,3 años, uno de los registros más altos de Europa.
Mientras se celebra que la economía crea empleo gracias a la inmigración, los nacionales se preguntan de qué les sirve ese crecimiento si su vida diaria apenas mejora. El PIB sube, pero el poder adquisitivo se estanca; el empleo crece, pero los salarios reales no.
Cambio o esclavitud
España crece en lo macro, pero los españoles no prosperan en lo real. Los inmigrantes pueblan un mercado laboral imposible para los nacionales, porque las condiciones son inaceptables.
El dilema es claro: o cambia el modelo confiscatorio y se apuesta por elevar la productividad, mejorar los salarios y favorecer la natalidad o los españoles seguirán atrapados en una trampa en la que «crecer» significa importar trabajadores extranjeros y maquillar con PIB lo que en realidad es precariedad.
España no es país para españoles. En el mercado laboral, porque el 90% de los nuevos empleos son ocupados por inmigrantes. Y en la vida cotidiana, porque los sueldos reales de los nacionales llevan treinta años sin mejorar.
El crecimiento económico del que presumen los titulares no se traduce en bienestar ni en oportunidades para quienes nacieron aquí. Se sostiene sobre una inmigración que, lejos de ser inevitable, es la clave de un modelo. No se trata de si España necesita inmigración, sino de que los españoles no pueden prosperar en su propio país.