En estos tiempos de polarización, crisis económicas y fracturas sociales, es bastante legítimo preguntarse quién marca hoy el rumbo ético de nuestra convivencia. La Doctrina Social de la Iglesia (DSI), tantas veces ignorada o malinterpretada, ofrece desde hace más de un siglo un camino equilibrado que une justicia, libertad y responsabilidad. No es un adorno teológico, ni un conjunto de buenas intenciones: es un compromiso práctico con la dignidad de la persona y el bien común.
Lejos de ser una ocurrencia reciente, la DSI tiene una raíz profunda y un tronco sólido en la Biblia, en la voz de los profetas que denunciaban la opresión y en la enseñanza constante de la Iglesia primitiva. Su forma moderna se consolidó en 1891, cuando León XIII, con la encíclica Rerum Novarum, plantó cara a los excesos de la Revolución Industrial. Defendió el derecho al trabajo digno, la propiedad privada y la asociación sindical, pero también denunció sin titubeos la explotación de los más débiles. Fue, sin duda, un acto de valentía frente al capitalismo salvaje imperante y al socialismo autoritario emergente.
Pío XI, en Quadragesimo anno (1931), añadió un principio que hoy sigue siendo oro puro para nuestras sociedades: la subsidiariedad. Es decir, que el Estado no debe copar lo que las comunidades locales, las familias y las asociaciones pueden gestionar mejor. En una era de hipercentralización de los poderes y con burocracias mastodónticas, aunque estén desmembradas territorialmente, este principio sigue siendo profundamente liberador.
El Concilio Vaticano II y su Gaudium et Spes dieron un nuevo impulso a esta enseñanza, instando a la Iglesia a leer «los signos de los tiempos» e implicarse en la lucha por la justicia y la paz. Más tarde, Juan Pablo II demostraría que la economía de mercado no es incompatible con el desarrollo humano, siempre que esté regida por una brújula moral.
La DSI se sustenta sin duda en verdades incómodas
- La dignidad de la persona está por encima de cualquier interés político o económico.
- El bien común no es la suma de intereses individuales, sino la garantía de que todos puedan vivir con dignidad.
- La solidaridad exige pasar de la compasión pasiva a la acción concreta.
- La subsidiariedad evita el paternalismo estatal y fomenta la responsabilidad ciudadana.
- El destino universal de los bienes recuerda que la propiedad privada no es un fin en sí misma, sino un medio para el servicio.
Quien piense que estos principios son irrelevantes debería mirar cómo han inspirado reformas laborales, sistemas de seguridad social y movimientos transversales que han dignificado a las personas en todos los continentes.
Con la elección de León XIV (Robert Francis Prevost) como Santo Padre, la Iglesia envía de nuevo una señal clara. Su nombre, homenaje a León XIII, no es casualidad: es una declaración de continuidad con la raíz social del Evangelio. Su discurso inicial ha reafirmado temas que hoy son urgentes: justicia social, defensa de la vida, ética en la tecnología, migración y ecología integral. Su estilo más sobrio y menos mediático no implica menos firmeza, posiblemente todo lo contrario.
En el mundo actual, que parece navegar sin rumbo, atrapado entre intereses de poder y crisis permanentes, la Doctrina Social de la Iglesia representa una brújula moral que puede orientar hacia un horizonte más humano y fraterno. No pertenece solo a los Católicos: sus principios son universales, aplicables en cualquier sociedad que aspire a ser justa.
Hoy más que nunca, necesitamos recordar que la verdadera grandeza de una nación —y de la humanidad— se mide por cómo trata a los más pequeños y débiles, desde la concepción hasta la muerte. Y en eso la DSI sigue teniendo mucho que decir.