Hay días que no pasa nada y, sin embargo, uno vuelve a casa como si le hubiesen aplaudido por la calle. Días sin premio ni ovación, sin noticia, sin victoria. Días que no salen en el periódico. Pero entonces te pones ese pijama nuevo (el de rayas, de algodón bueno, con botón honrado y bolsillito en el pecho) y, de pronto, todo parece tener sentido.
No hay metáfora. Estoy hablando, con todas las letras, de un pijama. No del símbolo de la infancia perdida ni de la promesa del descanso eterno, sino de un buen pijama comprado en rebajas, con ese punto de derroche de quien se permite lo innecesario con un mohín de dignidad. Porque un pijama nuevo no es urgente, no es imprescindible. Pero es justo.
Lo eliges con más cuidado del que dedicaste al coche, al máster o al seguro de vida. Porque sabes que si aciertas, vas a vivir en él. Te abrazará en invierno, recogerá tus bostezos, escuchará tus oraciones de madrugada. Un buen pijama no te cambia la vida, pero arropa. Y eso, en estos tiempos tan enredados, no es poco.
La felicidad tiene muy mala prensa entre los que confunden profundidad con cinismo, pero sospecho que la verdadera profundidad está en saber alegrarse de lo pequeño sin pedirle épica. Hay quien necesita un bodorrio o un crucero para celebrar la vida, otros nos calzamos ese pijama nuevo y nos sentimos, de golpe, reconciliados con el mundo.
No hay redoble de tambores, ni fuegos artificiales, ni nadie que te felicite al ponértelo. Pero uno cuando con una parsimonia consciente abrocha uno a uno los botones que le atraviesan al medio va sintiendo una rectitud calmada. Como si por fin el mundo le concediera una tregua. Ciertamente no es que haya mejorado nada. No hay nada grandioso, no hay nada viral. Hay sencillez, hay intimidad, hay, casi, liturgia.
El pijama, si se mira bien, es el uniforme del descanso. El uniforme de lo privado. Es lo que uno se pone cuando ya no le debe nada a nadie. Cuando se acabaron los mensajes, las llamadas, los informes, los compromisos. Cuando por fin uno vuelve a ser solamente uno, y se permite la ternura. El pijama no se exhibe, se guarda. Se estira, se plancha, se dobla con mimo, se lava con suavizante. A veces incluso se hereda. No hay muchas prendas de las que pueda decirse lo mismo.
Carl Fredricksen, el anciano de Up, quizá sea el único personaje de animación que ha sabido llevar un pijama con verdadera dignidad litúrgica. Casi podemos imaginarnos en esa primera secuencia silenciosa —cuando aún vive con Ellie— que su rutina no tiene fuegos artificiales, pero cada gesto, cada taza de café, cada camisa de dormir bien abotonada está diciendo: la vida también es eso. Es justo esto. Y por esto es hermosa. Hay en esa escena algo que no puede fingirse: la certeza de que la intimidad, la complicidad, el amor es un milagro que sólo tiempo y corazón.
Hay muchas formas de perder el tiempo, y la mayoría no valen la pena. Pero el pequeño acto de mimarnos a través de un pijama es todo lo contrario a una pérdida de tiempo, porque nos recuerda que es en la cotidianidad donde más ternura encontramos. Nos hace conscientes de que no todo lo útil es necesario, ni todo lo sencillo es banal, que hay a veces que basta con un pijama recién estrenado, planchado y radiante para mirar al espejo y ver el reflejo del hogar.
Porque hogar no es el lugar donde vivimos, sino donde nos quitamos los zapatos. Hogar es donde uno puede bostezar sin pedir perdón, y el pijama es la bandera de ese territorio discreto que no sale en los mapas. A veces hay personas que no se atreven a ponerse uno, como si hacerlo fuera una rendición. Pero no. Ponerse el pijama a la hora justa —no muy tarde, no muy temprano— es un acto de madurez y de cuidado. Es decirse a uno mismo: has hecho lo que has podido, ya basta por hoy.
Y es entonces, al meterse en la cama, segundos antes de apagar la luz, cuando notas esa sensación inexplicable —muy parecida a la dicha— que sólo dan las cosas bien elegidas y por las que tanto hemos de dar gracias. Quizá mañana no pase nada extraordinario, vuelta a la rutina, a la oficina, a los quehaceres, pero si uno agradece noche a noche lo ordinario, afronta la vida con menos miedo y más pausa. Porque la vida, al final, se parece más a un pijama que a un esmoquin. Y no está mal que lo recordemos de vez en cuando.