Hace ya trece años, el 22 de julio de 2012, Oswaldo Payá Sardiñas —entonces candidato al Premio Nobel de la Paz— era asesinado por el régimen de La Habana. Así lo concluye el informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La investigación, publicada en junio de 2023, rechazaba la versión oficial de las autoridades cubanas y determinaba lo que muchos sospecharon desde el principio: que existen elementos sólidos que demuestran la implicación de agentes estatales en la muerte de Payá y de Harold Cepero, joven líder del Movimiento Cristiano Liberación.
Probar la responsabilidad del régimen castrista en la muerte de los líderes cubanos no es un asunto menor. Haber sido asesinados constituye la primera de las condiciones necesarias para que Oswaldo Payá y Harold Cepero sean considerados mártires por la Iglesia Católica. La segunda condición es que el asesinato se haya producido in odium fidei, es decir, por odio a la fe. No se trata de morir por una idea abstracta o por una causa política, sino por confesar a Cristo en medio de la persecución, cuando callar sería negar la Verdad.
Sanguis martyrum est semen Christianorum (la sangre de los mártires es semilla de cristianos). Y cada vez se hace más evidente que, con la muerte de Oswaldo Payá y Harold Cepero ese 22 de julio de 2012 el régimen castrista regó la Isla de Cuba con la sangre de dos nuevos mártires: los últimos de san Juan Pablo II.
El papa polaco, que había hecho suya la causa de la Iglesia del silencio de detrás del telón de acero, fue también el papa de los santos. Durante su pontificado (1978–2005), canonizó y beatificó a más personas que todos sus predecesores juntos. Y la mayoría de ellos fueron mártires asesinados por odio a la fe.
En esos años fueron canonizados santos extraordinarios como Maximiliano de Kolbe y Edith Stein, ambos mártires de Auschwitz; los mártires de Lituania y los países bálticos, como Vincentas Borisevicius, perseguido y ejecutado por el régimen soviético; los 108 mártires polacos que murieron por su fe durante la II Guerra Mundial por los nazis; centenares de asesinados durante la persecución religiosa que tuvo lugar en la Guerra Civil española y la Revolución de Asturias; Miguel Pro, asesinado durante el levantamiento cristero en México o el grupos de fieles de China y Vietnam, que sufrieron represalias bajo gobiernos comunistas.
Oswaldo Payá fue uno de aquellos fieles que escucharon el célebre «¡no tengáis miedo!» de san Juan Pablo II, una de las frases más emblemáticas de su pontificado. Y decidió no tenerlo. Al poco tiempo de aquel histórico viaje del Papa a la isla comunista Cuba en enero de 1998, lanzó una propuesta de reconciliación nacional y concordia con el que miles de cubanos también perdieron el miedo: el Proyecto Varela. Pero su compromiso era inseparable de los principios cristianos de dignidad y libertad por los que dio su vida. Su mayor legado fue quizás haber desenmascarado al comunismo no con odio, sino con un mensaje de esperanza y reconciliación entre cubanos, apelando al diálogo, la dignidad humana y la libertad. Y eso dejó desnudo al régimen.
Oswaldo Payá —como Harold Cepero— entregó su vida. Siempre fue consciente de que en cualquier momento el régimen de Fidel Castro podía meterle preso u ordenar su muerte, como finalmente ocurrió.
Ya en sus años de adolescencia, ser católico comprometido le costó una condena de tres años en un campamento de trabajos forzados, oficialmente denominados Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). A partir de ahí en su vida las detenciones, interrogatorios, actos de hostigamiento, amenazas y vigilancia continúa serían una constante. Prácticamente, todos sus principales colaboradores en el Proyecto Varela fueron apresados y condenados a largos periodos de prisión en la conocida como Primavera Negra de 2003. Y el fue objeto de sabotajes y varios intentos de asesinato.
Oswaldo sabía que podía morir por su fe, y aceptó ese riesgo con valentía. Como afirmó durante el viaje que realizó para recoger el Premio Sajarov: «Vivimos y morimos en las manos de Dios; y yo voy a regresar a Cuba para vivir o morir en las manos de Dios».
Hoy su legado permanece vivo en todos aquéllos que, inspirados por su testimonio, siguen luchando pacíficamente por la libertad y la dignidad del pueblo cubano. Su fe, su coraje y su amor por la Verdad lo convirtieron en un símbolo de esperanza, no sólo para Cuba, sino para todos los que creen que la justicia y la libertad son posibles incluso en los contextos más difíciles. Oswaldo Payá y Harold Cepero no buscaron el martirio, pero lo aceptaron libremente, sabiendo que su vida estaba, desde siempre, en las manos de Dios. Son mártires —los últimos— de san Juan Pablo II. Ojalá que pronto podamos verlos en los altares.