Un profesor universitario me describía un momento que suele repetirse en su primera entrevista con los alumnos recién llegados. Él pregunta: «¿Cuáles dirías que son tus virtudes?». Los que son mínimamente reflexivos, que no abundan, salen airosos del trance, y mencionan la perseverancia, la fortaleza o cualquier otra excelencia que tienen o desean adquirir. Lo curioso es que los que aún no se han ejercitado en la tarea de pensar, que son legión, no se quedan callados. Como si el silencio fuera delito, suelen contestar, con gran seguridad en sí mismos: «Yo soy muy creativo». Y entonces, con un punto de mala leche, el profesor repregunta: «Ah, estupendo. ¿Y me podrías decir cuál es una de tus últimas creaciones?». El alumno, pillado in fraganti, se calla y, si acaso, sonríe.
A mí me parece que algunos andan un poco obsesionados con la «creatividad». Qué ganas tiene la peña de reinventar el mundo cada mañana, como si, por llevarle la contraria a Guillén, el mundo estuviera mal hecho. A mí me parece que no deberíamos ponernos tan campanudos. Contra la manía de inventar, el reto de descubrir.
El lector suspicaz dirá que, al renunciar a esa «creatividad» que al parecer tantos poseen, mi vuelo no alcanzará altura, y que esa renuncia no es más que la excusa para mi falta de imaginación. No discutiré mi poca imaginación, pero sí lo primero: quien no se cree un dios no achica el alma, sino que la abre a lo que está por llegar y le excede. Puede que quien no se crea un dios esté en el camino hacia Dios, que «está ahí donde no se le espera, y que sorprende, inquieta, colma de forma siempre inesperada», en palabras de Adrien Candiard.
Explicaré lo anterior con una anécdota reciente. Recibía la Primera Comunión nuestro hijo pequeño. Día grande en casa. Emoción en el ambiente. Cuidado en cada detalle. En la ceremonia, después de comulgar, y tras un rato de oración silente, el niño se me acerca para susurrarme algo al oído. Confieso que, imbuido como estaba de aquel ambiente de serena piedad, y confiando, como confío, en las intuiciones infantiles, preví que él me confiaría, con sencillez, alguna genialidad que me acercara al misterio de la Eucaristía. Sin embargo, sus palabras fueron exactamente estas: «Papá, cuando lleguemos a casa, ¿puedo ponerme la equipación del Sporting?». Aguantando la risa, le dije que sí, pero que le contara a Jesús que su padre es —y será siempre— del Real Oviedo.
Resulta que la gracia se encuentra en el giro inesperado de lo que nos pasa. Puede, por tanto, que el «creativo» se pierda todo eso tan sencillo que sorprende, inquieta y colma. Que el ansia de «crear» le oscurezca la necesidad de descubrir. Que, obsesionado por el éxito futuro, un optimismo vacío le prive hoy de la esperanza, que es —de nuevo Candiard— «creer que Dios nos hace capaces de realizar actos eternos». Como es, por ejemplo, ponerse la camiseta del Sporting.