«This is not a drill» («esto no es un simulacro») anunciaba la enorme pantalla cuando el Millennium Stadium quedó a oscuras. ¡Por fin no lo era! Sonó Fuckin’ in the Bushes sobre un montaje con recortes de prensa, tuits de los Gallagher, rumores, la confirmación del regreso de Oasis… y los 75.000 seres humanos con más suerte del planeta saltamos a la vez. El momento que durante años fue impensable había llegado.
Desde que Noel abandonó aquel camerino de París en 2009, la idea de escuchar a Liam diciéndonos «ha sido demasiado largo» quedó en el terreno de la fantasía. Ni hablar de verles salir al escenario de la mano. Durante década y media vivimos del tira y afloja, del rumor y la esperanza. «Va a pasar jodidamente pronto», dijo el frontman en 2020. Y no pasó nada. Seguimos en sus carreras en solitario y en la inmortal discografía compartida.
Minutos después de un Bitter Sweet Symphony memorable de Richard Ashcroft —«himno nacional», dijo alguno—, con los primeros acordes de Hello y todos coreando «it’s good to be back», el tiempo, la distancia, los insultos y hasta la pelea por conseguir una entrada cobraron sentido.

Conocí a Oasis en Primaria, cuando Antonio apareció una mañana de colegio con un casete: «Escucha la canción en inglés y me dices». Como Dios escribe recto con renglones torcidos, entre dos temas de Ella Baila Sola apareció Wonderwall. Ser tocayos y compartir pupitre desde Preescolar suelda una unión fraternal. A partir de entonces, disco a disco, single a single, de la minicadena a Spotify, del Discman a los AirPods, los Gallagher han puesto música a todos los momentos importantes de mi vida. A cada tarde de mi adolescencia, tema a tema de álbumes escuchados de principio a fin, que para eso fueron pensados así; a cada aterrizaje en una nueva ciudad; a cada mudanza y, por qué no decirlo, a cada golpe.
Antonio y yo llegamos juntos a Cardiff, como aquel otoño de 2002 nos bajamos del coche de mis padres en Salamanca para nuestro primer concierto, con la certeza de que este 4 de julio sería especial, ganas de años, historias a cuestas y recuerdos amalgamados por un puñado de canciones. Conscientes también de que Oasis es una de esas pocas bandas para las que el público es tan importante como los músicos, desde temprano nos cruzamos con miles de supervivientes de los 90 como nosotros, y todos nos sumergimos en una ciudad rescatada, transformada durante unas horas, pinta a pinta, verso a verso, en un lugar británico de entonces. Y todos vimos que era bueno.
Las calles de los alrededores del Millenium, que parecen adaptarse al estadio y no al revés, pasaron el día repletas de seguidores de Oasis, como si de la previa de una final de la Copa de Europa se tratara. Los pocos no británicos —ni lo quiera Dios— nos mezclamos entre los locales, llegados de toda la isla, con nuestras camisetas y sus gorros de pescador, militantes, como aficionados del mismo equipo de fútbol.
El «because we need each other, we believe in one another», de Noel en Acquiesce, sonó a unidad y esperanza. A perdón. Dejó una sensación a la que casi nada recuerda en estos días, aciagos a ratos, desilusionantes, en los que unos señores que no deberíamos conocer ocupan eso tan manido de la vida pública, mientras hacen por contaminar hasta lo más profundo de nuestra existencia.
Tras su apogeo en los 90 y décadas de días mejores y peores, esta resurrección de Oasis nos devuelve a aquellos años en los que el tiempo pasaba a la velocidad exacta. En medio de un espectáculo entre el pop art y la psicodelia —impactante pero en segundo plano—, los Gallagher se reafirman como la última banda de estadios. En una época en la que sólo parece valer lo antinatural, tíos normales, en vaqueros, sin estridencias ni chorradas, palabroteros, sí, tocando el repertorio de los repertorios para gente corriente, en el más admirable de los sentidos. Aquella Common People tan escasa ahora a la que entonces cantó Pulp. Tras Hello y Acquiesce, Morning Glory, Some Might Say, Bring It On Down, Cigarettes & Alcohol, Fade Away, Supersonic, Roll With It… Sin respiro.
El setlist caía dejando la certeza de que cada canción ocupa el lugar exacto. Talk Tonight, Half the World Away, Little by Little, D’You Know What I Mean?, Stand by Me, Cast No Shadow, Slide Away, Whatever… Un himno tras otro, alguno en versión inédita desde 1996. Tras la dedicatoria de Live Forever al malogrado futbolista portugués Diogo Jota, Rock ‘n’ Roll Star sonó justo antes del descanso previo al éxtasis final. «Esta canción es para todos los veinteañeros que nunca nos habían visto antes y han mantenido viva esta mierda durante 20 años», dijo Noel al arrancar el bis con The Masterplan.

Todo lo que se podía esperar de Oasis en los 90 ha llegado a 2025 con la potencia viralizadora de estos días y el oficio que a veces dan los años: el flair, el sonido, las ganas, la naturalidad. Liam es cada día más el arquetipo del frontman y su voz no llegaba así desde hacía más de dos décadas. Noel permanece como el compositor más importante del último medio siglo. Y los demás: «Muchas gracias a Gem Archer a la guitarra, Andy Bell al bajo, nuestro decimocuarto batería, Joey Waronker, y a esta puta leyenda», aclamó el mayor de los Gallagher emocionado mientras la cámara enfocaba a Bonehead, amigo de la infancia e instigador de la reconciliación junto a la santa madre Peggy.
Cuando ya se presentía el final, las bengalas iluminaron el templo del rugby galés durante Don’t Look Back in Anger, justo antes de Wonderwall, acústica, con Liam, y una infinita Champagne Supernova. El reencuentro y la evasión llegaron a su cénit en el momento postrero, cuando el abrazo de los Gallagher nos arrancó el aplauso más emocionado de la noche a quienes, como ellos, durante dos horas fuimos estrellas del rock en un mundo que al menos ha recuperado a Oasis.


