Venezuela: se veía venir

Con un poco de perspicacia y realismo, no es muy difícil concluir que lo de Venezuela, simplemente, se veía venir. Apenas con escuchar al dictador, su propia chabacanería y su insufrible verbo —si apenas puede hilvanar algo coherente—, no es difícil viajar imaginariamente a pasajes literarios magistralmente escritos, como en El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; o en Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos.

Penosamente, aquel subgénero literario iberoamericano conocido como novela de dictador, que advirtió sobre la mazmorra que representa una dictadura, sea cual fuere su credo, se ha vuelto realidad. Hace tiempo —algunos años, en realidad—, la situación ya cruzó un punto de no retorno. Y no, no se trata de una lectura coyuntural por el desvergonzado fraude electoral perpetrado por el régimen tiránico de Maduro, y el cobarde y cómplice silencio de sectores de la comunidad internacional. Eso, más bien, es síntoma, y a la vez, consecuencia de una dictadura.

Es, de hecho, una situación muy similar a aquella que Vargas Llosa describió certeramente como «la dictadura perfecta», pese a que el arequipeño se refería, en aquel momento, al régimen priísta mexicano. De alguna manera, esos gobiernos intentaban cuidar las formas, y daban una patética apariencia democrática.

El caso venezolano, por el contrario, pateó el tablero sin ningún tipo de rubor. Y vaya que el chavismo y sus sucedáneos supieron tomar nota: se encargaron de copar todos los espacios con militantes; de llenar todos los agujeros de institucionalidad con fieles al credo oficial; de sellar cualquier resquicio de democracia para convertirla en una estructura vertical. La maquinaria del Estado al servicio del caudillo, del partido, de la doctrina oficial.

Todos los complejos antecedentes de Venezuela, que lleva décadas de legalidad inexistente, de monopolio de la fuerza a todo nivel, de total liberticidio, de dictadura, junto con la absurda candidez y la sórdida hipocresía de toda clase de mandatarios, hacían presagiar que nuevamente se desataría una ola de violencia y represión en tierras llaneras.

Ahora, cuando la realidad ha destruido cualquier tipo de teoría, de hipótesis, o lo que en inglés se conoce como wishful thinking, pensar en una alocución de Maduro aceptando los resultados electorales con vocación democrática y respeto a las libertades y derechos es simplemente ingenuidad pura y dura.

Con una dictadura como la chavista, que cuenta con el apoyo de sus adláteres regionales y de quienes profesan sus versiones edulcoradas, la experiencia y la Historia ya han enseñado, y muy bien, que nada se puede dar por sentado. Las tiranías son capaces de hacer cualquier cosa, si de mantener el poder se trata, sin importar blandas medidas de otros países ni vacíos comunicados de organismos internacionales.

La cruda realidad es otra. Es la del país sometido a una vida de sombras. Es la de la falta de comida. Es la sed de justicia. Es el anhelo de libertad. Es, en definitiva, la que la diáspora venezolana, desterrada de su propio país, trasmite todos los días a todo el mundo. Gente trabajadora, noble y de gran corazón que, por la fuerza de las circunstancias y por la inclemente permanencia de la dictadura que destila sangre, ha desarrollado un enorme sentido del estoicismo que roza en heroísmo.

Es eso lo que, más tarde o más temprano, pondrá fin a décadas aciagas. Porque, como bien lo dice el refrán, no hay mal que dure cien años… ni cuerpo que lo resista.