Urbano II, nacido como Odo de Châtillon hacia 1035 en la región de Champaña (Francia), fue uno de los papas más influyentes del medievo. Su papado (1088–1099) está indisolublemente ligado al nacimiento del movimiento de las cruzadas, cuya primera expedición promovió en el Concilio de Clermont de 1095. Su vida y legado marcaron el paso de la Iglesia hacia una nueva etapa de expansión, militarización y centralización.
Odo fue educado en el monasterio de Cluny, centro espiritual de la reforma monástica que buscaba devolver a la Iglesia su pureza moral y su independencia del poder feudal. Allí absorbió las ideas de obediencia al papa, pobreza del clero y rechazo de la simonía y el nicolaísmo (compra de cargos y el concubinato clerical). Más tarde, se convirtió en prior de Cluny y fue llamado a Roma por el papa Gregorio VII, quien lo nombró cardenal y luego lo incorporó a su círculo más cercano.
Cuando Gregorio VII murió en medio de la Querella de las Investiduras —una lucha por el control del nombramiento de obispos entre el papado y el emperador Enrique IV—, Odo fue elegido papa en 1088, tomando el nombre de Urbano II. Sin embargo, debido a la presencia de un antipapa apoyado por el emperador (Clemente III), Urbano tuvo que pasar años en el sur de Italia antes de poder entrar plenamente en Roma.
Reforma de la Iglesia y autoridad papal
Urbano continuó con firmeza la línea reformista de sus predecesores. Convocó múltiples concilios para reafirmar el celibato sacerdotal, combatir la simonía y frenar las injerencias de los señores feudales en los asuntos eclesiásticos. Su autoridad papal fue reforzada por alianzas políticas, especialmente con los normandos del sur de Italia, como Roberto Guiscardo, lo que le permitió recuperar territorios y consolidar su posición.
En paralelo, buscó ampliar el liderazgo espiritual de Roma más allá de Europa occidental. Este impulso encontró un cauce inesperado cuando recibió en 1095 una petición de auxilio del emperador bizantino Alejo I Comneno, quien solicitaba ayuda militar para frenar el avance de los turcos selyúcidas en Anatolia.
El Concilio de Clermont y la convocatoria de la cruzada
Aquella solicitud bizantina se convirtió en la oportunidad perfecta para lograr varios objetivos a la vez: afirmar el liderazgo del papado, unir a los reinos cristianos bajo una causa común y proyectar la fe católica más allá de Europa.
En noviembre de 1095, en la ciudad francesa de Clermont, Urbano II convocó un concilio que reunió a obispos, clérigos y nobles. Allí, en un discurso apasionado —cuya versión ha llegado hasta nosotros a través de varias crónicas—, el papa apeló a los presentes a tomar la cruz para liberar Jerusalén y los lugares santos, que según él estaban profanados por los musulmanes. Prometió indulgencia plenaria (el perdón total de los pecados) a todos los que participaran.
Aunque las versiones del discurso varían, todas coinciden en su tono emocional y en la fuerza de su llamada: «¡Dios lo quiere!» (Deus vult!), respondieron los presentes, una frase que se convertiría en el lema de las cruzadas.
La Primera cruzada
La respuesta superó todas las expectativas. Miles de caballeros, campesinos, clérigos y aventureros se unieron a la expedición. Lo que comenzó como una petición militar limitada se transformó en un movimiento religioso y social de masas. Se organizaron ejércitos cruzados que atravesaron Europa y Asia Menor, enfrentando todo tipo de dificultades, conflictos internos y enfrentamientos con los musulmanes.
Aunque Urbano II murió el 29 de julio de 1099, pocos días después de la toma de Jerusalén por los cruzados, no vivió para conocer esa victoria, pero sí fue testigo de cómo su convocatoria había desencadenado una movilización sin precedentes. Su iniciativa no solo redefinió la relación entre cristianos y musulmanes, sino que también fortaleció la autoridad del papado como centro de la cristiandad.