Una biblioteca es un territorio conquistado. Un lugar donde los libros no sólo son leídos, sino paseados, vividos y manoseados. De hecho, ni siquiera es necesario leerlos. Es más, leerlos debe resultar una hercúlea tarea y un reto casi imposible, porque una buena biblioteca es siempre inasumible. Contiene ejemplares observados mil veces, pero cuyo contenido el lector sólo ha podido alcanzar a imaginar. Libros que pueden, incluso, no llegar a ser leídos.

Cuando somos niños, aguardan en las baldas a nuestro alcance los libros de cuentos, los pequeños lomos naranjas de Barco de Vapor, y los alargados y amarillos de Tintín, así como algunos cuentos no tan comunes que consideramos enteramente nuestros. Miramos los estantes más altos pensando si llegaremos a entender aquellos libros situados allá arriba porque, en el fondo, ya estamos pensando en leerlos.

Leo estos días Elogio de la Educación, de Mario Vargas Llosa, un tomito de la colección Great Ideas de Taurus que, lo confieso, me conquistó por su portada de tacto rugoso y su dibujo de flores espinosas. Pero a lo que iba, dice Vargas Llosa que «la buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y, desarrollando una sensibilidad crítica inconformista ante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad».

El lector es, pues, un ser insatisfecho. En el acto de la compra –que es, más bien, un ritual de caza–, anhela más alimento del que puede llegar a consumir. Sin embargo, esta caza no se desecha, pues ni se corrompe, ni se pudre. La mente del lector, ávida de lecturas, convierte la caza en una recolección. En este ritual, la pieza ocupa su lugar y aguarda su momento. Mientras tanto, es observado y recolocado, se le limpia el polvo cada pocos días y se airean su páginas.

Miramos esas piezas mientras pensamos, mientras vemos una película o hacemos abdominales en el suelo. Están allí en nuestros llantos y en nuestras celebraciones. Uno casi siente como se hinchan cuando, habiendo recibido a gente en casa, una persona se aparta discretamente de la conversación y los observa, los reconoce y los hojea. Es un excelente detector de buenos invitados.

«(…) una biblioteca es algo más; es, también, un lugar donde uno se refugia para soñar y fantasear. Una biblioteca es en sí un objeto mágico, como el Aleph que figura en uno de los cuentos de Jorge Luis Borges. En una biblioteca está también representado el universo. En una biblioteca el tiempo no trascurre como transcurre fuera de ella. En la realidad en la que vivimos, el presente aniquila el pasado y el futuro aniquila el presente, en tanto que en una biblioteca (…), el tiempo es una materia que circula y en la que el pasado, el presente y el futuro coexisten», nos dice Vargas Llosa.

Con el tiempo, la biblioteca se convierte en una compañía indispensable. Es la pieza fundamental que conforma al ser que la habita. Una existencia que no puede ser entendida por separado.

Por eso, cuando alguien me habla de que posee cientos de libros en formato electrónico, siento como si me describiese sus grandes propiedades repartidas por el metaverso.