Escena primera. La actriz Itziar Ituño declara, compungida, ante la cámara, que su postura en favor de los presos etarras —glacialmente silente respecto a sus víctimas— se debe a que «las raíces son las raíces». Así se autodetermina rebaño, esto es, sostiene que lo que pensamos no puede ser sino el reflejo de la tribu en la que hemos crecido, y niega lo que todos sabemos: que hasta en la Alemania nazi o la Sudáfrica del apartheid brotaron innumerables justos y arrojados. La industria del entretenimiento (falazmente denominada «mundo de la cultura»), corporativa, mezquina, cierra filas en torno a ella, hasta la desfachatez de decir que fue valiente por hacer lo que hizo.
Escena segunda. Congreso «federal» del partido actualmente en el gobierno. El líder escenifica ante los presentes el enésimo giro en su parecer proclamando las bondades de la amnistía para los separatistas aún no juzgados. La postura, a la que se oponen muchos de los votantes y los militantes, y así pues de los presentes, no sólo no recibe contestación alguna, sino que desata una ovación cerrada, la puesta en pie y otra serie de demostraciones de sumisión untuosa. No faltan quienes, sin sonrojo alguno, sostienen que el amado líder es un ejemplo de valentía política.
Escena tercera. Un instituto cualquiera, hora del recreo. En una esquina ominosa un chaval es pateado en el suelo por tres bárbaros, mientras un sinnúmero de compañeros mira sin hacer nada. Algunos graban con el móvil. Cuando ha de resolver la situación, el centro opta por templar gaitas, habla con los padres de la víctima para ofrecerle hermosas palabras y un vil arreglo, no es capaz de expulsar a los agresores y personarse en la causa policial por «no hacer un ruido que perjudique la imagen del centro».
«Este país lo que necesita» es un íncipit tan canónico para un español que deberían venderse tampones de tinta con esas cinco palabras, si acaso alguien siguiese escribiendo en papeles. Dejen que honre mi españolidad diciendo que este país lo que necesita es un plan nacional contra la cobardía. Así, en minúscula, para no invitar a que se funden Comités Estratégicos o se escriban Libros Blancos, para que en cambio nos centremos en llevarlo efectivamente a cabo, en nuestra barriada global y digital, internet, pero también en nuestras calles, ciudades y pueblos. No hace falta decir que de esto no se va a encargar el Estado, es decir, el gobierno, es decir, la clase política: será la sociedad civil la que se encargue, o nada cambiará y todos sufriremos, porque la valentía es, sin más, el meollo del bien.
La valentía es el corazón de nuestros comportamientos morales. Pero tener coraje no es simplemente mostrar arrojo, pues todo aquel que se posiciona, se arriesga; para que podamos llamarlo valentía ese arrojo ha de estar orientado al bien, y por tanto estar siempre con el débil. Por eso Ituño es cobarde, y también el director del centro que tapa con la excusa de proteger a (los otros) padres, y lo mismo los parlamentarios que votan a una lo que el líder dictamina, despreciando su propia conciencia. La valentía, además, es exocéntrica: siempre pone proa al bien ajeno, incluso al coste del propio. La audacia que busca un beneficio personal es cobardía de pleno.
El puntal de esta revolución tenemos que ser los padres. Llevamos demasiado tiempo criando cobardes. Decimos a nuestros hijos: «estudia algo que sea empleable, cumple el patrón general, toma la senda más transitada». Sal ahí afuera y realízate, cumple tus sueños, mientras sean convencionales, y, más que nada, no te metas en líos, no destaques. Cuando vuelen los golpes, huye: ponte a salvo en cada ocasión, graba, llama a la policía, pero sin que lo sepa nadie. Creemos así protegerlos, obviando estúpidamente que es cuando abundan los que no se mojan cuando los miserables se enseñorean. ¿Y qué es bullying sino un sándwich de cobardía, las rebanadas el agresor y el que mira hacia otro lado, en medio la víctima?
La primera etapa de esta reconversión que necesitamos está en los hogares. Explica Natalia Ginzburg que es labor principalísima de los padres encaminar a sus hijos a lo grande. Qué diferente sería nuestra sociedad si en vez de decir a nuestros hijos «sal ahí afuera y cumple tus sueños» les dijéramos «sal ahí afuera y completa un proyecto de grandeza»; si en vez de insistirles en que sean felices, quisiésemos que fuesen honorables. Y es que «un clima inspirado por completo en el respeto a las pequeñas virtudes —escribe Ginzburg— hace madurar insensiblemente para el cinismo, para el miedo a vivir». No hay que enseñarles efectivamente las pequeñas virtudes, sino las grandes. «No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber». El núcleo y el colofón de una educación como esa es el coraje.
Ahora que algunos, desde el púlpito del Congreso, dicen interesarse por la salud mental, que tomen nota los pocos que lo digan de veras, y no para rebañar más votos: nada sería mejor para mejorar aquélla que este plan nacional contra la cobardía que hemos planteado. Y es que hay una alta correlación entre la valentía y la fortaleza: si hay algo que ahuyenta la ansiedad y la depresión es un corazón valiente. De ese núcleo irradia la capacidad, la serenidad, la exigencia, cualidades que, por supuesto, la actual clase política desprecia por término medio, porque la mete en problemas. Querer una ciudadanía del coraje y la fuerza, ¿no debería ser el propósito de todo aquel que se postule para encauzar la polis? Si detectan en el hemiciclo alguien que quiere eso de veras, no lo duden, es él o ella. Y cuando busquen proyecto profesional o calibren a sus amistades, ríjanse por el mismo criterio, y no se confundirán nunca.
Se puede vivir de muchas formas; pero sólo hay una manera de hacerlo bien: valientemente. Es, además, a pie firme, como un mortal honra su condición; es así como nos tratamos dignamente. Como Shakespeare le hace decir a Julio César, «los cobardes mueren miles de veces; los valientes experimentan la muerte una sola vez».