En la radio local decían algo de que nunca había hecho un día de junio tan caluroso en Córdoba desde 1965. Entonces lo solucionaron tomando granizadas en una heladería —fundada en 1938— hasta altas horas de la noche, ahora sin embargo se trataba de un problema sin solución. Da igual que hubiesen pasado décadas desde aquel día. Aquella vez no fue por el cambio climático, ahora sí. Trabajo, seguridad y futuro escasean, pero opiniones con altavoz mediático nunca faltan desde hace un tiempo. Aquel día argumentaban constantemente sobre cómo a base de ser veganos las noches del verano pasarán a ser fresquitas en la ciudad con milenario récord de altas temperaturas a nivel europeo. Todos sabían mucho, sobre todo, menos ellos dos.

Aquel día había sido duro y eso siempre brinda una oportunidad inmejorable para recordar que solo así se escribe la historia. No hay amor sin esfuerzo como no hay Fe sin esperanza. Sin ambos, el mundo parece querer suicidarse cada jornada, pero se mantiene vivo a golpe de milagro. A fuerza de nuevo impulso que vuelve a hacer recorrer la sangre por todo el cuerpo gracias a un corazón que no se rinde. El de Jesús, que en su infinitud no cesa en seguir creando escenas capaces de hacer creer al incrédulo y sonreír al que lo daba todo por perdido. Ellos, sencillos y pecadores, nunca habían dudado de Él, pero quizá todo estaba un poco raro. Ni mejor ni peor, diferente. Por eso aquella primavera entró sin llamar y los presentó sin pedir permiso. Nunca habían sido dignos de que entrase, así que Le dejaron descolocar todo por completo y en ningún caso pidieron algún tipo de explicación.

Ella en sí era todo belleza, alegría, humildad, abnegación, entrega y feminidad. Imaginativa, protectora de los suyos y constante en el cumplimiento de sus objetivos. Siempre pretendía pasar desapercibida y esa era precisamente la única cosa que habiéndose propuesto firmemente jamás pudo conseguir. Él solo era un hombre. Ciertamente testarudo para todo lo que le importaba y olvidadizo hasta la burla de lo demás. Creía en Dios, en ella y en la revolución pendiente. Sus nombres eran Margarita y Julio o mejor Julio y Margarita porque el burro siempre va delante y porque Tanto Monta, Monta Tanto.

La temperatura de esos días importaba poco porque él siempre tenía calor y aunque prefería la lluvia del primer día en que tuvo el honor de recogerla, aquel bochorno estaba bien si era lo que tocaba. Como todo cuando acababa la jornada y por fin podía mirar lo que había en sus ojos.

Cosas del arraigo, la tierra y la familia. Subían, por fin juntos, una vieja carretera cuando se cruzaron con Lalo, el hermano pequeño de Julio. No importó que éste fuese con bigote, en dirección prohibida y sin casco. Todo eso era más o menos normal. La cuestión estaba en que, sobre la moto, junto a él, iba una chica. Eso desde luego no era nada habitual. Se rumoreaba que nunca encontraría a la suya e incluso que acabaría siendo sacerdote. Se equivocaban. Dios siempre tiene un plan mejor del que la mayoría puede votar entre teorías y comentarios.

Para saberlo de verdad habría que estar dentro de Julio o conocerlo como solo conoce una madre; el pecho le explotaba de alegría y los nervios batallaban por aflorar sin conseguirlo del todo. Había que mantenerse firme en las palabras y en los hechos. En casa siempre le enseñaron que no valen las excusas del dolor o de la alegría, los hombres no lloran y tampoco pueden permitirse el lujo de hacer temblar su pulso. Sobre todo, en los momentos importantes. Más aún, cuando estaba en juego la vocación. Margarita sí podía llorar de alegría o temblar lo que quisiera, pero no lo hacía porque su imaginación era mucho más fuerte que cualquier circunstancia. O al menos eso pensaba él. Ella andaba de puntillas, como volando, y su forma de moverse era un baile tan suave como su piel, tan secreto como todo aquello que Julio aún no sabía y tan íntimo como el lunar de su mejilla. No todo el mundo podía verlo porque hacía años que casi nadie era capaz de buscar la Fe, la Verdad y la Belleza. Pero así era. Margarita parecía mitad mujer, mitad ángel y su novio, hasta entonces ocupado mañana tarde y noche en cosas que creía importantes, la había descubierto. Aunque lo sabía, no se lo contaría a nadie, ni siquiera a ella. Desconocía por completo qué podría pasar en ese caso. ¿Y si al ser reconocida como ángel volviese al lugar que le corresponde? Jamás habría que correr ese riesgo. Por eso guardó silencio, por eso prometió entregarle su vida y por eso aferró la voluntad al objetivo de mirar cada día sus ojos al fin encontrados y ya nunca perdidos como en aquella novela del camarada Rafael García Serrano. En sus manos tenía un tesoro tan grande como la responsabilidad de saber cuidarlo. Margarita notaba que él le miraba de forma diferente, como viendo lo de dentro, enfocando la mirada y a veces perdiéndose en un milímetro como si cada peca fuese un infinito universo que no entra en la cabeza mortal, igual que no caben las estrellas ni la explicación de cómo El Creador ha podido hacer todo tan perfecto.

Pero como estaba diciendo, iban en moto. Era la mejor forma de desplazarse porque así encontraban la excusa perfecta para estar más juntos que en cualquier coche y porque así todo era más de verdad y más de ellos.

Llevaban toda la vida escuchando que cuando apareciese la persona que Dios les había preparado, sencillamente lo sabrían. Era así y por eso no hubo nunca alguna duda en la distancia que no oliese a azufre. Por aquél entonces ya eran solo los mayores quienes seguían creyendo en el amor, justo los que supuestamente habían padecido los ya superados terribles tiempos del gesto romántico y la entrega total para dar paso a la imposición permanente del individualismo más hortera. Detrás de ojos vidriosos que siempre fueron fieles porque la muerte no separaba nada, sólo los que nacieron antes de la segunda mitad del pasado siglo parecían entenderlo sin miedo: Dios regala un Amor que es vocación, puedes abrazarlo o dejarlo pasar y ambas opciones carecen de marcha atrás. Como todo lo que merece la vida y la muerte, ellos dos sí parecían entenderlo. Por eso Julio y Margarita eran llamados de muchas formas. Antiguos o radicales solían repetirles con frecuencia a la cara y reían con sólo pensar en lo que podrían llegar a decir de los dos por la espalda. Las suyas estaban cubiertas por la milicia de San Miguel Arcángel y aunque todos pensaban que añoraban el pasado, como decía el Cardenal John Henry Newman, en realidad su añoranza tenía que ver con el futuro. Un futuro por construir juntos, palmo a palmo contra la adversidad furibunda de unos tiempos que se acercaban al abismo después de décadas jugando a vivir sin Dios. Como si Dios fuera una opción y no Nuestro Padre que está en el Cielo.

Sí, iban en moto. Una moto que era de los dos por justicia imperativa. Fue de los padres de él hace ya más de tres décadas, pero ahora era de su historia como algún día lo sería en la Nueva España de otros jóvenes que, con fe, creerían. Porque el momento más frío de la noche es justo antes del amanecer, era seguro para ambos que otro mundo es posible y porque no nos llevamos nada, lo material les importaba un rábano más allá de lo que representase en el plano espiritual. Sobre aquella vieja Vespa hablaban en el idioma de las cosas grandes, de todo lo permanente en una constante e irremediable declaración de intenciones. Margarita le cogía de la cintura y no terminaba de comprender cómo el joven que conducía y que hasta hace tan poco tiempo era un completo desconocido, se atrevía a hablarle tan claro como para afirmar que ella sería la madre de sus hijos. No era una posibilidad ni una esperanza. Era un hecho que se podía tocar con la punta de la nariz al apoyarla en su espalda. Ella sabía que él nunca le mentiría y que al ser tan cabezota no pararía nunca hasta conseguir todo lo que prometía. Julio sólo era para Margarita y eso a ella le parecía tan justo como necesario.

Aquellas vespas tenían las marchas, el acelerador, el embrague y el freno en los puños izquierdo y derecho, haciendo imprescindible conducir con las dos manos. Nadie sabía cómo la inmensa mayoría del tiempo podía Julio tener su mano en la de Margarita. Era una temeridad. Una más, porque el peligro —ya lo decía D´Annunzio— es eje de la vida sublime y nada impide más el avance hacia lo eterno que la casposa prudencia.

Lejos de asustarse, amaban profundamente el compromiso desde que habían podido comprobar cómo todo lo que decían los abuelos era cierto. Tenía nombre, cuerpo y alma. La felicidad era pura emoción que explotaba como una primavera del espíritu que no cesaba en su empeño de compartir al mundo la buena nueva de que nada ha terminado, que aún hay Amor y viene de Arriba, que todo está por hacer y que sólo haciendo Su Voluntad hay camino.

Ese día, como ya sabéis, hacía más calor de lo normal. Subieron para respirar aire fresco a Santa María de la Espada. Julio cavó un agujero en el campo y plantaron juntos un limonero que Margarita había conseguido. José Antonio recordaba que la vida, no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande y quizá por tener razón nunca le dejarán descansar en paz. El resumen está ahí. Cuando plantas un árbol bajo cuya sombra se cobijarán tus nietos has comprendido el verdadero significado de la existencia. El amor, como el limonero, es fecundo y da un fruto que la descendencia probará. El árbol seguirá cuando los cuerpos que lo sembraron ya no vivan y nadie conocerá la historia que hubo detrás. Lo que realmente pasó sólo quedará en este papel y en el recuerdo de sus protagonistas, quienes desde el Cielo -si lo ganan- seguirán sonriendo al final de cada día, cuando las horas de estar juntos sean todavía demasiado cortas para querer todo lo que no dio tiempo en la limitada vida terrena.

Margarita no lo sabía entonces. Sólo faltaban unas semanas para que Julio le pidiese matrimonio. Cuando llegase, tampoco se lo creería. Pero ésta es otra historia.