Quedas con Nico en El Qué de Maldonado, un bareto regentado por un tipo al que le llaman «El mayo». Primera cerveza, cae una tapa de torreznos. Devoras como un perro y absorbes la caña como si fueras una esponja. Es viernes y el aire se respira de otra manera. Hablas del partido del Madrid, a pesar de que no te gusta ya el fútbol; el atracón de goles de Benzema lo merece. Te chismorrea que Javi se va del trabajo. Le exprimen y le pagan una mierda. ¿Y tiene curro nuevo? No, no sabe qué hará.
Segunda cerveza y el camarero os bendice con una ración de arroz meloso. Madrid está de moda y los bares que sólo ofrecen un cuenco con patatas y cacahuetes están sentenciados a muerte. Hablas con Nico sobre la precariedad de los jóvenes. Él piensa que lo único que ha cambiado es que lloramos más que antes. Tú sólo lloras.
Tercera cerveza, la cabeza flota y el cuerpo se aligera. La conversación se suaviza y la mirada se te va cuando ves a un pibón cruzar a General Pardiñas. Contemplar la belleza femenina sin afán de poseer, como se miran con delicadeza las curvas desnudas de una escultura griega, es un don que Dios regaló a un puñado de hombres. No es tu caso.
Llama Edu, que está en la puerta del Cazorla. Siempre está en el Cazorla. Bar andaluz, con macetas en flor y azulejos que alegran las noches. Fachilla, con pel de ric, mocasines marrones y camisas de cuadros, preparados para la montería del domingo. Decidís ir para allá. Pagáis la cuenta y os despedís del Mayo; nueve euros esfumados.
Vuelve a llamar, Edu, que ya ha conseguido mesa. Le habrá comido la oreja a José Pedro, un camarero latino que es un encanto. Cuarta cerveza. Miras la carta, todo te entra. Nico va mal de pasta, pero su tercio acalla el buen juicio. Coquinas, ventresca con tomate y alcachofas. Brindas, nadie sabe por qué. Aterrizan las verduras, ¡qué alcachofas, Dios mío! Piensas que no hay nada mejor que la gastronomía española. Tus instintos patrióticos emergen a flor de piel y no te importaría abrazarte con el barullo para cantar —más bien bramar porque no se canta— el himno de España.
Quinta cerveza. ¿Sexta? Perdiste la cuenta. Sabes que la noche peligra. Tu sólo querías tomarte una. Piensas en hacer bomba de humo, pero ya desapareciste la semana pasada. Llegan Carlos y Gabi pidiendo guerra: ¡Camarero, un Protos pa los chicos! ¿De comer? Un pulpo a la gallega. Marchando un pulpo y una tabla de quesos. ¿Y esto último? El cabrón del José Pedro sabe jugar con vosotros. Desgraciadamente, nadie se entera; afortunadamente, el queso con el Protos está de escándalo.
La botella vuela, como la cuenta, que se te ha ido de las manos. La dividís entre todos, y una sonrisa pícara y silenciosa brota en tu interior porque has comido y bebido más que Nico, Carlos y Gabi juntos. 35 euros cada uno y quemas con altanería la tarjeta en el datáfono. Has volatilizado ya 45, pero la poca razón calculadora que te queda sólo te sirve para medir distancias y no estamparte contra las farolas.
Los amigos quieren salir y tú, que no te gustan las discotecas y las resacas estériles, te dejas llevar por el flujo de alcohol que corre por tus venas. Marcháis a Graf, sin ninguna noción del espacio ni del tiempo. Tu cordura intenta resucitarte cuando el portero te suelta que la entrada son 30 euros. Dos copas, con mucho hielo y Coca-Cola. Buscas zafarte, pero ya es tarde, la mitad del grupo ya está dentro y el pitido del datáfono ya no te hace tanta gracia. 75 euros y no son ni las dos de la mañana.
36 horas después estás sentado en misa. Vas emperifollado con unos Diplomatic de doble hebilla, unos pantalones claros de Hackett y el Burberry de tu padre. Una familia llega tarde y para colmo se sienta en los primeros bancos. Qué les cuesta llegar antes, piensas. Todavía te escuece el bolsillo, 110 euros para sufragar un sábado infecundo tirado en el sofá, bebiendo Aquarius y sin ganas de comer. La señora de la primera fila se levanta para pasar la cesta. Abres la cartera, no hay monedas. Un billete de diez euros asoma tímidamente. Te lo quedas mirando con ademán de cogerlo, pero decides guardártelo. Mucho dinero para una cesta llena de monedas de cincuenta céntimos, zanjas. Otro domingo más, la señora de la primera fila te extiende el canasto con esperanza. Ni siquiera la miras, ya te da vergüenza.
La misa termina y te quedas de pie hasta que el coro —si a eso se le puede llamar coro— apura la última canción. Por respeto, claro. A la salida, el mismo gitano de siempre clama misericordia con su mirada y te ofrece su mano. Regalas tu cara de pena y le respondes mientras continúas tu camino a casa: «Lo siento, no tengo dinero».
Otra vez lunes.