En ocasiones, detrás del aparente cinismo que destila un «nada es lo que parece» se esconde el acto de consciencia y humildad de reconocer que sabemos que no sabemos y la consecuencia de situarnos en una posición de dignidad, acaso de autoridad, frente a los emisores y repetidores de consignas que han pasado del clima al género, de la raza a la inmigración y del virus a Ucrania. «Nada es lo que parece» también hace de premisa necesaria desde la que concebir la guerra, cualquier guerra, y este tiempo de consolidación de la política supranacional que no necesita el sufragio para imponerse.

Cuando hablamos de ésos a los que nadie ha votado —«de esos cabrones» había escrito—, obsesionados con controlar nuestras vidas, lo hacemos, sin embargo, con conocimiento de causa. Con el pudor de señalar lo obvio y la incomodidad del ya lo dije. Son décadas de diseño e implantación de unas teorías que ya nada tienen de conspiración y todo de confirmación. Dos años de asfixiantes evidencias hasta para los verdaderos negacionistas: los que pisotean la dignidad humana, el sentido común, la ciencia.

La manada de políticos, ejecutivos de grandes empresas y directivos de medios de comunicación que, a veces mal avenida, comparte el anhelo de dejarnos sin nada y obligarnos a creer que somos felices, campa por sus fueros en este Occidente donde pace el rebaño de boomers enzarzado en si Putin es heredero de Stalin o de Hitler. Produciría vergüenza si no aterrase ver a los mismos tontos útiles que ayer salían al balcón a aplaudir exigir hoy, ciegos de buenismo, suicidas, sanciones, bloqueos y censura para los nacionales rusos por el hecho de serlo. Es decir, reclamar miseria para todos. También para ellos mismos.

Negar al prójimo, por muy enemigo que se perciba, la posibilidad de comerciar sirve tanto a la paz como encerrarle en casa ayuda a su salud. El aislamiento de Rusia a través de sanciones, de la salida de empresas que permanecen instaladas allá donde imperan las tiranías más abyectas, de retirar los libros de Dostoyevski de las bibliotecas o de expulsar de la Fórmula 1 al inofensivo Mazepin, será pronto una entrega del país y sus recursos a China. Dos bloques. Argumentario de buenos y malos para una generación domada sentimentalmente en no percibir nada con imparcialidad, siquiera con la prudencia debida ante lo ignorado, y en vivir sin esperar consecuencias. Ningún acto de guerra, ni éste ni la anexión de Crimea ni todo lo que rodeó al Euromaidán, habría de ser rentable para los agresores, de igual modo que no debería acabar convertido en botín para los que pretenden pasar por agredidos con una bandera en la solapa a miles de kilómetros de las bombas.

No nos engañemos. A las criaturas del Foro Económico Mundial, la CIA, BlackRock o la burocracia de la UE les importa un carajo cuántos ucranianos honrados y valientes mueran en su tierra o tengan que huir de ella, el odio que alimente la propaganda y la miseria directa de los rusos e indirecta de los europeos. La primera derivada de sus crímenes financieros, el aislamiento de Rusia, y la segunda, su inclusión a patadas en la órbita de China, son avances hacia la degradación del dólar como moneda de referencia (con el colateral golpe de gracia al euro) a favor del yuan y, finalmente, la transformación del dinero fiat en digital, siempre controlable.

De paso, un beneficio más táctico que estratégico. Un aviso a navegantes: si decenas de empresas de sectores que nada tienen que ver entre sí salen de un mercado como Rusia al unísono y de un día para otro, ¿qué podría ocurrirle a una economía menos potente? Los rusos de a pie, tan ajenos a toda responsabilidad en el conflicto como los ucranianos, son, además, chivos expiatorios.

Los diseñadores y ejecutores de calamidades económicas a los que nadie ha votado, tras años debilitando las naciones y apuntalando las organizaciones internacionales, ya culpan a Putin de la inflación igual que achacaron la recesión a una enfermedad en cuyo nombre cometen crímenes contra la humanidad. Un virus al que, por cierto, mató la guerra.