Cada 2 de septiembre se cumplen años del viaje a la eternidad de un John Ronald Reuel Tolkien, que, tras la segunda temporada de Los anillos de poder del pasado verano, volvió a ocupar posición de honor entre series y redes sociales a pesar de la consabida polémica por contenidos y tramas que, para los puristas, se apartan del legendarium del autor de Bloemfontein.
Sin lugar a dudas, no podemos negar la fuerza de su obra literaria, la atracción de su relato, el magnetismo de la mitología de la Tierra Media, el carisma de sus personajes o, en los últimos años, su presencia mediática con habituales tendencias en X (antes Twitter) como #Tolkien, #LOTR (Lord of the Rings), #TheRingsOfPower (Los anillos de poder) o #Sauron. Al César lo que es del César.
Por otra parte, hemos de reconocer que hace falta una gran imaginación y una enorme capacidad intelectual para inventar un mundo creíble dentro del reino de la fantasía y, durante casi un siglo, seguir resistiendo ante los caprichosos estigmas del presente con ideologías empeñadas en polarizar a través de habituales distractores con la discordia como estandarte; en otras palabras, dar protagonismo al Mal y sus agentes para remover el pasado e intentar adaptarlos al capricho y voluntad de nuestra contemporaneidad.
Por este motivo, precisamente hoy, es de recibo volver a recordar a Tolkien como, en otro ámbito radicalmente opuesto, Hollywood hizo a principios de este siglo XXI cuando la trilogía de El Señor de los Anillos de Peter Jackson recogía la fruta madura con 17 estatuillas doradas en los Premios Óscar comprendidos entre 2001 y 2003.
Tolkien fue capaz de embarcarnos en esas corrientes favorables para, a pesar de que el viento no soplara a favor, llevarlas a tierra firme como el largo trayecto de los integrantes de la comunidad del anillo en lo que ha significado un sinfín de elogios a la tradición literaria de su obra maestra, símbolo del género fantástico, de esa ficción con la que tanto el escritor como el director cinematográfico han sido capaces de asombrar a millones de personas gracias a, respectivamente, su creativa pluma y su deslumbrantes producciones.
Prueba de ello es la carta que escribe a Michael Bell en enero de 1969 en una respuesta que, por olvido o descuido, sorprendentemente se había hecho esperar algo más de una década. En la misiva, subastada por Christie’s hace un par de años, Tolkien celebra la conversión al catolicismo de su destinatario, aunque lamenta la dificultad de aquellos tiempos después del Concilio Ecuménico Vaticano II de la Iglesia Católica celebrado entre 1962 y 1965 con la intención de promover el desarrollo de la fe católica, lograr una renovación moral de la vida cristiana de los fieles y adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos tras el período posconciliar.
También, en esa misma reflexión sobre el océano de problemas por los que el catolicismo tendría que navegar por aquel entonces y la promesa de los Evangelios de la victoria final de la verdad, Tolkien añade: «No es que la gracia gratuita de Dios le sea negada a cualquier individuo como tal», recordando a, por ejemplo, su gran amigo C. S. Lewis y abogando por la hermenéutica de la reforma o renovación en la continuidad a pesar de las turbulencias generadas por el poder de las tinieblas.
Por otra parte, no podemos negar que Tolkien supo sacar provecho del dominio de otras lenguas. De casta —su madre—, le vino al galgo. Como filólogo, licenciado por la Universidad de Oxford durante la trágica Primera Guerra Mundial, partía con ventaja, pero, también, había que ejecutar el plan previsto con los escasos ingredientes de la triste y cruda realidad de aquellos años. En primerísima persona, no en vano, fue testigo de la hostilidad que, por aquel entonces, asolaba al mundo en aquel frente francés, tumba de una generación de jóvenes británicos.
El entorno universitario de Leeds u Oxford, el empleo de diversos idiomas y, ya en 1937, la publicación de El Hobbit conformarían la base de un merecido reconocimiento mundial que ha logrado consolidarse durante décadas hasta el punto, como en el caso de Chesterton, de ver el nacimiento de diversas instituciones internacionales y contribuciones de académicos de prestigio dedicados a la difusión de la obra de Tolkien, nacido un 3 de enero de 1892 en territorio de la actual Sudáfrica.
También, la ejemplaridad de sus trabajos ha permitido convertirle en icono imprescindible del clasicismo de las historias fantásticas cuyo techo llegaría —seguramente más tarde de lo merecido— con El Señor de los Anillos, preámbulo de la actual y moderna ficción fantástica.
Y si el lugar exacto del nacimiento de Tolkien es relevante por ese posible e inicial desafecto a la hora de la incorporación al Home Army en los prolegómenos de la Gran Guerra, resulta imperativo recordar su presencia allí con posterioridad, como señalábamos anteriormente.
Su papel como oficial, segundo teniente, de los Lancashire Fusiliers durante cuatro meses en el frente del Somme supondría, tal vez, uno de los momentos de mayor trascendencia a lo largo de sus días por las duras jornadas que, como legado y génesis del mito, quedarían reflejadas en su literatura a través de la descripción de paisajes, camaradas, enemigos o el incesante fragor de batallas.
Recién casado y con su licenciatura en el bolsillo, tanto en lo personal como en lo académico-literario, su experiencia en territorio francés marcaría un antes y un después por la crudeza del conflicto mundial y, sobre todo, por las dificultades de supervivencia. El ejército británico bien lo iba a sufrir en sus propias carnes después del calamitoso descalabro de soldados cuyas familias, en cuestión de meses, iban a sustituir a sus hijos por coronas de flores gubernamentales enviadas desde «tierra de nadie».
Así, también, ocurriría en muchos barrios de las grandes urbes inglesas como consecuencia de que en el mismo regimiento coincidían vecinos, amigos o conocidos de calles aledañas. Miles de padres vieron partir a sus hijos hacia el continente y, según avanzaban los días, comenzaron a recibir ataúdes en el «mejor» de los casos. En el peor, los cuerpos habían desaparecido o habían sido enterrados en improvisados camposantos alejados de la tierra que les había visto nacer. Era la realidad de la guerra.
Sin embargo, no todo ha de traducirse en aspectos negativos. Por ejemplo, la presencia de la esperanza, de la opción de evasión, de la fe ciega en la victoria, de la oposición al Mal y su destrucción en base a un camino de lucha, esfuerzo y sacrificio; ese que, hoy, parece haberse olvidado por nuestra desidia, inacción y falta de convencimiento en nuestro éxito particular.
En estos 52 años desde el adiós de Tolkien, nuestro mundo ha cambiado mucho. Los síntomas de la severa decadencia de Occidente constituyen un hecho irrefutable empezando, sin ir más lejos, por aquella modélica ciudad de Oxford que dio cobijo a la pervivencia del medievalismo, cultura y tradición, academicismo universitario y el cristianismo de alegría y cervezas de un grupo de eruditos con Tolkien y C. S. Lewis como máximos exponentes.
Hoy, nuestro tiempo avanza errático, sumiso, sin timonel, vacío de valores y sometido por la inmediatez, la opresión, la disminución de libertades y el sesgo de decisiones e ideologías de agendas sin ningún tipo de complejo a la hora de aplicar un particular señalamiento de individuos que no comulgan con el pensamiento único.
El tiempo pasa como en aquellos días de esplendor en Oxford y, en este merecido tributo a la memoria de Tolkien, llega tu turno: eres el protagonista de este exclusivo momento de tu vida a la hora de decidir qué vas a hacer con el tiempo que se te ha dado. Por lo tanto, tú decides.
Y no olvides que cuando vengan mal dadas, cuando aparezca la deslealtad, cuando te sea esquivo el camino, cuando se apague la luz y los problemas crezcan, entonces será el momento de recordar que, después de la oscuridad de todo anochecer, siempre habrá un amanecer dispuesto a brindarte otra oportunidad: el nuevo día.


