En el peor de los días la catástrofe asoló Valencia. El agua descendió sin piedad, arrastrando casas, coches, vidas enteras. Las calles que fueron rutina se volvieron torrentes y los recuerdos (las fotografías, las cartas, los juguetes…) flotaron como un naufragio de lo cotidiano.
Hace apenas unos días apareció un cuerpo en el cauce del Turia. Una familia volvió a vivir el peor de sus días.
En el drama, la nación se miró a sí misma, estremecida, reconociendo que la tragedia nunca es lejana cuando duele en casa española. Mientras el barro lo cubría todo, algo más poderoso emergió: la voluntad, la voluntad de quienes no preguntaron, sino que acudieron. Manos que limpiaron, brazos que sostuvieron, voces que llamaron a otras voces.
Revuelta, la solidaridad de los voluntarios, de los vecinos sin calle ni medalla, que hicieron del dolor una causa común. Porque cuando el agua arrasó, la compasión se alzó. Y entonces España, esa España silenciosa, la que no sale en los telediarios, volvió a ser un solo cuerpo, una sola alma.
Vimos la grandeza de un pueblo en los peores días. Vimos cómo, entre el lodo, florecía lo más humano: el gesto, la mirada, la entrega. Y comprendimos que hay cosas que ni la riada puede llevarse: la decencia, la ternura, la esperanza.
En el peor de los días perdimos mucho, pero ganamos la certeza de que seguimos siendo dignos de llamarnos pueblo. Porque cuando hay una necesidad, los hombres buenos saben corresponderla. Y en España, aunque vivamos los peores días, siempre —siempre— acabamos por alzarnos.


