La muerte lenta del campo español: sólo uno de cada doce agricultores es menor de 40 años

Mientras se multiplican los cementerios de chatarra subvencionada, más lucrativa que el cultivo y la ganadería, disfrazada de «energía verde»

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La agricultura española afronta una crisis tan ignorada por los grandes medios de comunicación como aplastante para millones de personas: el envejecimiento de quienes la hacen posible. Únicamente un 8,6% de los titulares de explotaciones agrarias en España son menores de 40 años, según los datos oficiales del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

El campo ha ido perdiendo población activa de manera acelerada durante las últimas décadas. En 1989 había en España más de un millón de explotaciones agrarias; hoy apenas superan las 680.000. En ese mismo periodo, la población ocupada en el sector primario ha pasado de representar más de un 10% de la fuerza laboral a menos de un 4%. La asfixia impositiva y el fango burocrático, especialmente letales con las pequeñas explotaciones, las facilidades a la competencia desleal extranjera han propiciado que, a pesar de la mecanización, la rentabilidad sea escasa para numerosas fincas familiares, lo que ha estrechado la base social sobre la que se sostiene la agricultura.

El resultado es una pirámide demográfica invertida. La edad media del titular de una explotación supera los 60 años, y en regiones como Castilla y León, Galicia o Aragón, más de un 40% de la tierra cultivada está en manos de personas mayores de 65. En provincias enteras, la mitad de los agricultores están a punto de jubilarse sin relevo a la vista. Lo que antes se transmitía de padres a hijos hoy se pierde entre trámites, deudas y desinterés: las fincas se abandonan, se arriendan o se venden a fondos de inversión que transforman el paisaje productivo en cementerios de chatarra subvencionada, más lucrativa que el cultivo y la ganadería, disfrazada de «energía verde».

El relevo generacional es una cuestión de supervivencia nacional. Es mucho más que un problema económico: se trata de un desafío demográfico y cultural sin parangón en la historia. En muchos pueblos, el campo es la última frontera antes del abandono. Cuando cierra la última explotación o desaparece el último ganadero, el territorio se queda sin tejido productivo, sin ingresos y, en consecuencia, sin población. El ciclo es conocido: menos agricultores, menos servicios, menos vida rural.

España, otrora potencia agroalimentaria y exportadora de primer orden, no logra que sus jóvenes vean futuro en el campo. La competencia desleal exterior favorercida por la Unión Europea, la presión fiscal y burocrática internas, que favorecen a los de fuera, a la que sólo puede plantar cara la gran distribución, o el aumento del coste de las materias primas hacen difícil sostener una explotación familiar. Los márgenes son tan estrechos que raya lo imposible sortear el desequilibrio entre esfuerzo y recompensa.

Las políticas de relevo generacional han tenido escaso impacto real. Más burocracia para supuestamente hacer frente a la burocracia. La incorporación de jóvenes al sector no compensa las jubilaciones anuales, y muchas explotaciones desaparecen sin continuidad. Lo que está en juego, más allá de las cifras, es la transmisión de un modo de vida que ha dado forma durante siglos el paisaje español. Cada finca abandonada encierra una historia, una tradición, una manera de entender la tierra que desaparece con quien la trabajaba.

La agricultura española se sostiene sobre una generación agotada. Recuperar el atractivo del campo exige facilitar el trabajo agrario, dignificar sus condiciones. Respeto, en definitiva, para garantizar que vivir en cualquier lugar de España vuelva a ser viable. No se trata sólo de modernizar el sector, sino de devolverle sentido. La digitalización o las nuevas tecnologías pueden ayudar, pero ninguna aplicación sustituirá la vocación de quien decide quedarse en su pueblo, sembrar, criar o cuidar un rebaño.

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