"Comiendo uvas" | Joaquín Sorolla

Hace ya más de un año que nos paseamos por la vida mostrando sólo media cara. Resulta sorprendente ver cómo nos hemos acostumbrado a ir por ahí disfrazados del fantasma de la ópera. No valoraremos aquí si es conveniente o no para la salud ir todo el día con la boca y la nariz tapadas. Ni Fernando Simón lo tiene muy claro. Sin embargo, vamos a aprovechar esta realidad incómoda para hablar de algo menos cansino que la pandemia. A diferencia de la máscara del personaje de Leroux, nuestras mascarillas tienen un aspecto positivo —¡y ya es decir!— y es que centran la atención directamente en la mirada.

Todo el mundo ha experimentado en algún momento de su vida la fuerza que una mirada puede ejercer sobre su existencia. Son muchos los educadores que dan un papel primordial a la mirada a la hora de despertar en los alumnos, en los hijos, en los amigos… una auténtica convicción de ser valioso para otro. Las palabras que salen de los labios de los demás pueden ser engañosas. La mirada difícilmente lo es. Cuando una mirada nos acoge, entonces no hay lugar a dudas. El corazón responde y se regocija en un amor o un reconocimiento que no puede esconderse. También ocurre lo contrario. Cuando el desprecio o el odio se hacen con el interior de alguien, rápidamente se desvela en la mirada.

Se dice que los ojos son el espejo del alma. Y no puede ser más cierto. Precisamente porque esto es así, nos cuesta tanto mantener la mirada cuando no somos sinceros, o cuando nos sentimos invadidos o infravalorados. Nuestra psicología nos defiende del otro y evita que mostremos nuestra vulnerabilidad que se refleja límpidamente a través de laos ojos. No queremos que la mirada sea espejo de nuestra alma, porque no nos gusta lo que hay en ella.

Sin embargo, no siempre podemos controlar esta virtud delatora de la mirada. Gracias a Dios. Cuando miramos a alguien a los ojos, y esa persona nos devuelve la mirada, entonces somos capaces de ver lo que hay en su interior. Y el poder que esto tiene es insustituible. Es cierto que hay miradas, como amores, que matan. Pero es más cierto todavía que hay miradas que salvan. Para bien, o para mal, el que nos hayan dejado cojos de expresión facial nos ayuda, al mismo tiempo, a aprender el significado de las distintas formas de mirar.

En un momento en que las promesas incumplidas se han hecho con el día a día de la política, y que es difícil saber ya a quién creer o qué creer, es una gran oportunidad el poder reforzar nuestro juicio sobre las miradas que los gobernantes, y los que quisieran serlo, nos dirigen. Todos estos meses viendo ojos caminantes nos han ayudado seguramente a ser más sensibles a la verdad que esconde la mirada del otro. Si antes de las mascarillas podíamos dejarnos fácilmente seducir por discursos grandilocuentes, ahora hemos ganado práctica en trascender tales palabras para plantearnos si los ojos del que habla revelan una sintonía entre su razón (su discurso) y su corazón.

Hoy podemos plantarnos frente a cada uno de los candidatos que quieren ganar nuestro voto y preguntarnos: ¿cómo es su mirada? ¿es una mirada acompañada de serenidad? ¿es una mirada tensa que revela algo de odio? ¿son los de este político unos ojos ingenuos? ¿o son manipuladores y opacos? Así, cuando las palabras confunden, los ojos profundos o los ceños fruncidos nos regalan un conocimiento intuitivo muy valioso para decidir a quién regalamos nuestra confianza.