Sin miedo al noviazgo

Aunque no estuve en el club aquella tarde, puedo referiros con bastante detalle lo que ocurrió. Me lo contó un amigo que sí estuvo, aunque no se quedó hasta el final, pues es sabido que nadie es capaz de sostener el ritmo de whisky y tabaco de los anfitriones. Pero estoy seguro de que puedo relataros lo fundamental, al menos hasta que la señora Álvarez de las Asturias se despidió de todos y salió de allí, con ese aire aristocrático que le caracteriza y que fascinó a todos los presentes.

El capitán Dalroy estaba nervioso. Mi amigo lo notó nada más entrar al club. El capitán es conocido por servir los vasos en su justa medida, pero en aquella ocasión llenó el vaso hasta el borde y sin siquiera saludar, dejó la botella con un gesto brusco y se alejó dando zancadas y empujando mecánicamente el atacador sobre el tabaco, que sobresalía de su exagerada pipa MacArthur, ennegrecida y rota por los bordes.

Era evidente que el tema de aquella velada y la invitada lo tenían hecho un ovillo de emociones. Aunque quiera aparentar dignidad y alardeé de una masculinidad según él «clásica», es sabido por todos los habituales del club que, en lo referente al amor romántico, el capitán es como una joven de época victoriana. La sra. Dalroy me contó una vez que lo pilló, tarde en la madrugada, mirando una comedia romántica adolescente, llorando a moco tendido.

—¿Qué te ocurre hoy, Dalroy? —preguntó impaciente Mr. Pump— ¿Estás nervioso por el tema, o porque viene María?

—Por ambos, querido —replicó Dalroy, aspirando el tabaco como quien le fuera la vida en ello—.

En ese momento entró en el salón, ocupando el sillón del medio, Ana. Al verla, el capitán no pudo ocultar su alegría.

—Pero si es la manca de Lepanto —dijo visiblemente aliviado—.

—Para gloria de la diestra —replicó rápido Ana—.

—Ya ves, Dalroy, ha venido Ana —dijo Mr. Pump, que conocía al capitán mejor de lo que el capitán se conocía a sí mismo—, nuestra arqueóloga literaria —y, volviéndose a Ana le dijo riendo— el capitán está preocupado de que nuestra invitada no se encuentre a gusto en este tugurio, pero tu presencia hace más acogedor este sitio, según me ha confesado alguna vez.

—Es lo que tenemos las madres —dijo Ana divertida, pero ya no siguió la conversación porque en ese momento hacía su entrada María Álvarez de las Asturias—.

El capitán y Mr. Pump se apresuraron a recibirla, y cualquier motivo de nerviosismo desapareció por el gesto cálido y amable con el que la invitada devolvió el saludo.

—Señora —dijo el capitán Dalroy, una vez todos hubieron ocupado sus asientos—, muchas gracias por aceptar nuestra invitación. El tema sobre el que queremos departir con usted es el tema al que usted ha dedicado tanto esfuerzo y trabajo en los últimos años: el noviazgo. Y me gustaría empezar esta conversación planteando mi propuesta. El noviazgo…, el noviazgo —y aquí el capitán perdió los nervios, y dando un golpe en la mesa gritó— ¡el noviazgo tiene que desaparecer! Es preciso recuperar en Occidente los matrimonios concertados.

Mr. Pump y Ana prorrumpieron en una carcajada, y el rostro del capitán se puso tan rojo que su cabello pelirrojo pareció volverse rosado por un momento.

—Querido Dalroy —dijo María sin perder la calma— te estás olvidando de un pequeño detalle. El amor es libertad.

—Madame, estará usted de acuerdo conmigo en que la libertad sólo se da en la elección, y la elección sostenida es lo que llamamos compromiso. El noviazgo es un juego, es reversible, uno puede volverse atrás…

—¿No estuvo usted de novio antes de casarse, capitán? —inquirió María con una sonrisa—.

—Bueno sí, pero… —farfulló Dalroy— pero es que la intensidad del amor en el matrimonio hace que vea aquella época como un juego, con mucho sentimiento eso sí, pero sin la hondura que me ha descubierto el matrimonio en lo que se refiere a qué sea el amor.

—Tal vez lo que nuestro exagerado amigo quiere decir —salió al rescate Mr. Pump— es que el compromiso brilla cuando se extiende en el tiempo, aparecen las dificultades… y la elección del otro, que persiste y se renueva aún en aquellas circunstancias adversas revela la profundidad del amor.

—Pero es que el amor no es otra cosa —dijo Ana, continuando la idea que había empezado a aclarar Mr. Pump— Igual hemos reducido el amor a esta cosa infantil, emotivista y sentimentaloide que nos ofrece la cultura tal vez porque andamos muy faltos de referentes de un amor verdadero. El amor implica mucho más una decisión que un sentimiento, un decidir querer al otro. A quien vamos a amar no es perfecto, tiene sus heridas, tiene su pecado, y uno mismo también lo tiene. Al otro sólo le puedo prometer amor verdadero si prometo amarle en eso que tiene de insoportable, y también con esa mochila que carga sobre sus espaldas. Y si no, no es verdadero amor, es un amor que tiene que ver conmigo, con lo que me gusta de ti por cómo me hace sentir a .

—Sugerís muchas cosas —dijo María, visiblemente divertida, y volviéndose al capitán—, el noviazgo es ya un compromiso, distinto del que se adquiere en el matrimonio sí, pero que forma parte del camino pedagógico hacia aquello para lo que estamos hechos que es amar y ser amados. Pero el problema actual que yo veo es previo: las personas ya no se ennovian. Entran en un bucle de «si yo lo siento es verdad». Si hoy, por ti, siento algo, entonces comprendo que estoy enamorada. Si mañana ese sentimiento desaparece, pues ya entro en duda. No solamente de si estoy enamorada de ti, sino que esto significa que no voy a ser capaz de mantener mi amor en el tiempo y entonces entran en el bucle del no puedo, no puedo amar, y eso es caer un pozo del que puede llegar a ser muy difícil salir.

—Incluso la palabra noviazgo parece haber desaparecido del lenguaje, como una palabra arcaica de tiempos ya olvidados —dijo An—.

—Y sin embargo es fundamental poner nombre a las cosas, designar las realidades por lo que son —continúo María—.

—El noviazgo implica un horizonte: el matrimonio —continuó Ana—, si ese horizonte no existe, el noviazgo ya no es noviazgo, lo que tenemos ahora es una pareja que no sabe muy bien que son, pero que siguen sin saberlo cuando se van a vivir juntas, porque viven como compañeros de piso: «Cariño me debes 10 céntimos de la luz, cariño ya he fregado la mitad de los platos». El amor como se entiende hoy parece que nos implica sólo en la medida en que estemos los dos bien y no aparezca alguien mejor. Por eso no le ponemos nombre, por eso no nos preparamos para otra cosa. Pero si el amor no significa que yo me voy a quedar aquí a las duras y a las maduras, entonces…

Entonces estás dejando una posibilidad abierta que te impide arraigarte en el presente, y más todavía, que te impide entregarte al otro, que es lo que pide el amor —dijo María —Por eso es importante poner nombre a las cosas. Vivir las etapas, sin prisas, y a la vez realizando signos que nos van a ir orientando, que nos permitan saber dónde estamos y qué podemos esperar…

Mientras la conversación iba fluyendo entre María y Ana, el capitán Dalroy se paseaba contento como un niño, llenando de whisky los vasos de todos, y Mr. Pump garabateaba en su libreta algunas ideas con las que luego se introduciría otra vez en la tertulia, pero aquí debo detener mi relato. Porque mi amigo me confesó luego que el efecto espirituoso de la bebida ya empezaba a hacerse notar en su cuerpo, y no sería prudente por mi parte decir lo que tal vez no se dijo. Sí sé que la conversación se extendió por varias horas, y que cuando María se marchó de allí, los presentes continuaron enfrascados en el tema hasta que una pareja de novios que estaba sentada en una esquina se puso en pie y a la vista de todos se besaron, y Mr. Pump sacó su violín, Dalroy cantó y todos bailaron hasta bien entrada la noche.

Y eso es lo que supe de aquella ocasión en la que en el Club Dalroy se habló sobre el noviazgo. De todas maneras, si alguien quisiera contrastar esta historia con lo que allí ocurrió, siempre puede acudir a las fuentes: