En esta sociedad moderna que nos hemos dado, hay una serie de temas de los que no se puede hablar. Bien por imposición política, o bien por sugestión propia. Censuramos obras de tiempos mejores en base a un revisionismo sesgado y abrazamos prácticas culturales completamente ajenas, mientras abandonamos las nuestras como si de un juguete roto se tratasen.
Uno de estos tabúes autoimpuestos no es otro que la misma muerte, esa sombra que nos espera, acecha y acompaña. Una muerte que a veces puede dar paz o reconocimiento, otras condena injustamente al olvido y que, en definitiva, siempre está como una de las verdades inamovibles de la vida.
Aterra pensar en el mañana, consumiendo el hoy como si un último atardecer no fuera posible. Hacer testamento es cosa de ancianos febriles y la última voluntad se expresa como si fuese la penúltima. El temor es obvio, normal y compartido entre todos. Asusta el dolor, el vacío, el abandonar este mundo demasiado pronto o hacerlo sin resolver ciertos asuntos. Quizá la decepción de no haber cumplido aquel sueño de infancia o no haber encontrado el sentido a esa vida que se agota.
La muerte «civil» es gris porque es intrascendente, puesto que lo que nos acerca al más allá no es más que un certificado de defunción. En un cementerio de igual condición no se respira la misma solemnidad ya que sólo hay huesos y granito, no hay aspiraciones a una Felicidad que supere la caducidad de la carne, ni el anhelo de reunirse con los que nos dejaron y los que un día llegarán. En definitiva, es un final igual de aséptico que los pasillos de los hospitales que la amortajan.
En cambio, la muerte del creyente tiene otra tonalidad. Como toda muerte es dura, desgarradora, muchas veces incomprensible, quizá temprana, puede que lenta, pero con la diferencia de que es transitoria. El cristiano se prepara a lo largo de su vida para ese momento, aunque no tenga constancia de ello. Se prepara para el salto porque comprende que no es al vacío. Entiende que incluso lejos de lo neutro de los focos de su habitación hay una Luz que no ciega al contemplarla. Sus restos se despedirán con el mismo agua bendita que lo trajo al seno de la Iglesia, cerrando un ciclo sin aparente fin que le da valor a nuestra estancia pasajera en este mundo.
El difunto se va, pero, ¿A nosotros qué nos queda? Borges decía que también somos aquello que hemos perdido. Comparto el sentido de la frase porque aquellos con los que estamos y esos que ya no están nos hacen más persona, nos completan. En vida dejaron su huella para que desde arriba nos enseñasen un camino que andar. Mientras encontramos esa hoja de ruta Dios nos dejó la memoria, que es esa pequeña trampa que tenemos los hombres para acortar el gran abismo que nos separa a unos y a otros.
Escribo estas líneas aún abrumado por la muerte de mi tía, que casi de un día para otro ha tenido que dejarnos. Pero a la vez, me acojo al consuelo de saber que está en un lugar mejor. Con la confianza de que aunque monte su caballo por esos senderos que cientos de veces hemos galopado, no seré uno sino que estaremos los dos. Y que junto a mis abuelos y mi tío José Manuel tengo a alguien más a quien acudir.
Es por ello que en los momentos de añoranza, pesar o incomprensión siempre nos quedará el París de los recuerdos; para no olvidar a aquellos que velan por nosotros y con los que aspiramos a reunirnos.