Decía Cicerón que su conciencia tenía para él «más peso que la opinión de todo el mundo». Un admirado periodista tiene por bandera la frase «lo que está mal está mal, aunque lo hagan todos y lo que está bien está bien, aunque no lo haga nadie». En tiempos en los que lo mainstream se impone, encontrar a gente que escoge el camino de la fidelidad a sus convicciones por encima de todo lo demás provoca tremendo júbilo, por lo insólito. Es el caso de los diputados Carlos García Adanero y Sergio Sayas, quienes, a pesar de jugarse su futuro político, de saber que iban a convertirse en objeto de las más encendidas críticas, decidieron no traicionar sus principios y votar en conciencia un rotundo «no» a la reforma laboral de Yolanda Díaz.
Les acusan de tránsfugas, de traidores o de vendidos quienes no entienden que hay algo mucho más importante más allá de las prebendas políticas a lo que, precisamente, un político, y especialmente uno que representa la soberanía nacional en el Congreso de los Diputados, se debe: sus convicciones, su dignidad, su moral, su libertad. Resulta curioso que incluso quienes censuran estas actitudes de rebeldía ante los tejemanejes de despacho por parte de miembros de sus propias filas lo alaban y aplauden cuando lo ven en otros lugares del hemiciclo, rendidos ante la evidencia del coraje y la belleza de un gesto de coherencia y fidelidad a uno mismo.
Aunque finalmente sean expulsados de su partido, aunque esto haya supuesto el fin de sus carreras políticas, Carlos García Adanero y Sergio Sayas, no habrán perdido. Porque no pierde nunca quien actúa conforme a sus convicciones, leal a sus principios —y a sus votantes —, y pensando en el bien de España y de los españoles.
Lo ocurrido con la aprobación de la reforma laboral también sienta un peligroso precedente y es que, ¿debe prevalecer un aspecto formal, claramente subsanable, sobre la verdadera voluntad de la Cámara Baja, depositaria de la soberanía nacional? Cómo es posible que un error material —informático o humano, lo mismo me da que me da lo mismo— que se supo a tiempo y que se comunicó no se subsane, a sabiendas de que aprobaría una ley que no refleja la voluntad del hemiciclo, o lo que es lo mismo, del pueblo.
Lo peor de todo es que les da igual, no les sonroja lo más mínimo haber aprobado la reforma laboral haciendo trampas, aferrándose como a un clavo ardiendo a un error que se podía —y se tenía— que haber subsanado. Y si reglamentos y posteriores resoluciones de la Mesa no lo dejan lo suficientemente claro, ¿a qué esperan para cambiarlo? No puede ser que no quede cristalino en las normas del Congreso que una equivocación de esas características, comunicada en tiempo y forma, antes de que haya comenzado siquiera la votación presencial, no pueda enmendarse. La forma no puede anteponerse al fondo que, en este caso es nada más y nada menos que la soberanía nacional.