Recuerdo de los libros

En su mera realidad física, en el papel y en la tinta perecederos con que están fabricados y que el tiempo terminará corrompiendo y aniquilando, hay implícita una oportunidad para el conocimiento y la felicidad

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Hasta hace no tantos años, yo solía tener un lugar en mi memoria para cada uno de los libros que había leído. No me refiero a que me sintiera capaz de detallar los pormenores de su trama o sintetizar lo fundamental de su contenido, porque eso precisamente es lo primero en desvanecerse cuando acabamos un libro y emprendemos de inmediato la lectura del siguiente, y lo único que se resiste al olvido a partir de ese instante, la única cosa que permanece anclada en la memoria con una sólida voluntad de arraigo es la renovada impresión de deslumbramiento que nos causaron las palabras impresas sobre el blanco del papel al advertir que, a medida que avanzábamos en la lectura, iba surgiendo de entre todas ellas el metal exacto y cercano de una voz, de muchas voces quizá, que parecían dirigirse sólo a nosotros con una entonación precisa e inconfundible.

También hubo, claro, experiencias decepcionantes, libros en los que nos adentramos con la misma mirada expectante de tantas otras veces, pero que hubimos de abandonar a los pocos capítulos, disuadidos por el tedio y ligeramente contrariados por una punzada de remordimiento, como si en la decisión de abandonar la lectura estuviera contenida una tácita actitud de derrota, una disposición de claudicación y fracaso de la que sólo nosotros fuésemos responsable. Pero incluso en el caso de esos libros que no llegamos a terminar y que no alcanzaron a depararnos más que una tenue incitación a la dicha, momentánea y precaria, que terminó frustrándose al cabo de unas cuantas páginas de desalentadora lectura, persiste la evidencia de un vínculo que se resiste a desaparecer y que se manifiesta con toda su fuerza cuando, con el paso del tiempo, nos damos cuenta de que el sentimiento de fiasco que experimentamos algún tiempo atrás no fue lo bastante intenso como para borrarlos por completo de nuestra memoria.

Como digo, hasta hace no mucho yo me acordaba de cómo llegaron hasta aquí cada uno de los volúmenes alineados sobre los anaqueles de las estanterías que me rodean mientras escribo. Los fui reuniendo poco a poco, no con una ambición indiscriminada de coleccionista, sino inducido por una tenacidad de lector ávido y no siempre exigente, dejando muchas veces que el azar me condujera por librerías de lance o entre provisionales casetas emplazadas en algún lugar céntrico de la ciudad que ofrecían a los curiosos libros asequibles y dignamente editados.

Algunos de los ejemplares que ahora tengo a mano me revelan —con sólo pasar la mirada por su lomo o abrirlo por el principio e iniciar la lectura de las primeras líneas— algún fragmento de mi pasado que aún no se ha perdido, el recuerdo intacto de una de esas tardes soleadas, durante mis años de estudiante, en que salí a pasear con algo de dinero en el bolsillo a la busca de algún hallazgo prometedor.

Casi al final de su vida, cuando la ceguera que desde muchos años antes iba deteriorando su vista era ya casi completa, declaraba Borges: «Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, lo sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres».

Menos resignado que agradecido, con un laconismo tamizado de melancolía y fervor, Borges cifra en unas pocas palabras la naturaleza del vínculo que sigue uniéndole a los libros. Borges, ciego y cansado, habla con deslumbrada gratitud de la materialidad misma de ese objeto cuya proximidad le conforta, porque en su mera realidad física, en el papel y en la tinta perecederos con que está fabricado y que el tiempo terminará corrompiendo y aniquilando, entiende que hay implícita una oportunidad para el conocimiento y la felicidad de las personas. Saber aprovecharla depende de la solitaria determinación de cada uno.

Por eso es preciso conservar el aprecio por los libros, aunque se trate de una afinidad que ya empieza a tener a los ojos de la mayoría de la gente algo de devoción trasnochada, también de desfasado anacronismo elitista. Y es necesario proclamar ese aprecio, aunque al hacerlo sepamos que nunca recabaremos simpatías unánimes, respaldos multitudinarios. Porque el libro sigue siendo, de nuevo en palabras de Borges, «una extensión de la memoria y de la imaginación», y renunciar a él es como acceder a una amputación de nuestra identidad, a una merma irreparable de las potencialidades de nuestro ser, a un estado de voluntaria penuria espiritual que, de una manera o de otra, podría acabar por sumirnos en la barbarie.

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