Pasen y vean, el circo llegó, sigue con sus funciones y no parece tener ganas de montar nuevos números en otras latitudes. Todo vendido, sold out!, como dicen los anglos; panem et circenses, decía Juvenal en sus Sátiras cuando los emperadores de la Antigua Roma entretenían a una sumisa plebe con gladiadores como protagonistas de la cortina de humo que distraía y ocultaba la situación social de la época.
Y recordando aquel icónico referente romano, he aquí la escena política ibérica que, bajo el magisterio socialista, ha erigido el Circus Maximus de la desdicha a lo largo del anillo peninsular. Así, las recientes funciones en Valencia y el Senado han confirmado la suprema excelencia del principal trilero del Reino de España. Con gran destreza del arte de la metamorfosis retórica y el escapismo moral, asistimos a la gran parodia fúnebre en un Levante español aún con ayudas, obras y cuentas pendientes tras el azote de la DANA del pasado 29 de octubre de 2024.
Allí, lo que debió ser una solemne y religiosa liturgia en memoria de los más de dos centenares de víctimas de la riada se metamorfoseó en una estudiada y esperpéntica ceremonia al amparo del márquetin de la troupe presidencial y sus agradecidos heraldos mediáticos. El aplauso obligado, cual latigazo del bravo domador de fieras, resonó en un gélido recinto en el que la pureza de pretéritos recuerdos, sensaciones y emociones fue relegada a una secundaria categoría de atrezzo. El acto, formalmente diseñado para honrar a las víctimas, no hizo más que poner en práctica un infame ejercicio de funambulismo sobre la tensa cuerda del dolor ajeno al servicio del rédito político de hunos y el señalamiento de hotros. De galgo, como si de un hechizo se tratara, nuestro presidente iba a tornarse en cisne blanco antes del posterior pavoneo matutino frente a la comisión de investigación del Senado.
Y en este tableau vivant de cámaras, figurantes y micrófonos estratégicamente ubicados en la valenciana Ciudad de las Artes y las Ciencias, la dirección del show no buscaba la catarsis colectiva, sino la proyección escénica de una sensibilidad prefabricada. La tragedia, en manos de esta alta escuela de la gestión de crisis, fue oportunamente convertida en una plataforma para la agitación y propaganda de aquellos hunos, señalando al adversario territorial como el chivo expiatorio de un inesperado desastre natural que, irónica y trágicamente, exhibió las costuras y vergüenzas de nuestro, a día de hoy, frágil y lamentable estado.
Por otro lado, la declaración del excelentísimo director de pista, don Pedro Sánchez, ante el Senado, ha ofrecido un espectáculo de ilusionismo de los buenos, de primer orden, en, tal vez, una absurda comisión de investigación ante hechos tan manifiestos que rodean y asaltan cualquiera de los flancos del director de la orquesta patria. Ante el cónclave senatorial, el presidente, con monumental descaro y aires de grandeza, ha encarnado al perfecto clown envuelto en una capa de ruindad institucional e incontestable soberbia mientras se permitía lanzar tartazos de cinismo al rostro de sus incisivos inquisidores.
Su actuación, más que un ejercicio de rendición de cuentas —objeto de la comparecencia—, ha servido para, una vez más, construir un narcisista monólogo en el que la mentira se presenta como axioma y la corrupción como anécdota tolerable. Todo vale. De hecho, ni la primera ni la segunda ya cotizan para la opinión pública internacional y los que, todavía con su ética profesional por bandera, no comulgan con las ruedas de molino de la estigmatización de los medios. Afortunadamente para la población española, hay periodistas valientes que prefieren el dedo acusador del opresor antes que sus cínicos e infames aplausos o abyectas prebendas.
El líder, cual bravucón o forzudo de carpa, ha eludido con solvencia las estocadas de los fiscalizadores no por sus contundentes argumentos, sino por una insultante arrogancia blindada que, sacando pecho, exhibe como admirable marca de la casa o, por otra parte, síntoma de una patología psicopática que no conoce límites.
La comprobación de su verdad, por vía de la farsa y la retirada de focos, ensalza a este gran actor circense cuya corte de saltimbanquis facilita que la realidad sea un mero decorado que se monta o desmonta al capricho del director de la función, capaz de hacer desaparecer imputaciones o despreciar el dolor de los familiares de las víctimas con un solemne movimiento de mano y una fría mirada de condescendencia ante el maniatado y ensimismado respetable.
En suma, España continúa bajo la hiperbólica carpa de un desgraciado circo político donde la corrupción y la ruindad son virtudes que, por desgracia, anidan en la gestión de un decadente Estado asomado a un profundo abismo ante el continuo empuje de gestores de una miseria nacional que ha hallado en el desastre y la polarización su caldo de cultivo, la coartada perfecta para su perpetua propaganda e inminente destrucción de la nación.


 
                                    