Las vacaciones están para disfrutar, pero también han sido concebidas para perderse primero y encontrarse después. Claro está que en lo pequeño es siempre más fácil dar con una salida, pero también es más difícil perderse, que no deja de ser paso necesario para encontrarse. Por eso, frente a la enormidad de la costa y contra el debate norte o sur, sur o norte, debe reivindicarse a diario un rincón predilecto para el descanso y las vacaciones, siempre por encima de la arena y la sal: el pueblo.
En un mundo de enormidades, nos da miedo lo concreto porque, en el fondo, somos conscientes de que el regalo por descubrir se encierra más en la grandeza de lo pequeño que en lo inmenso. Esa grandeza se hace más visible, quizá, en los pueblos, el sitio del recreo para muchos, el subterfugio en el que «con los ojos cerrados se divisan infinitos campos», tal y como cantaba Antonio Vega.
Frente a las playas cantábricas, con bellísimos atardeceres pictóricos y música en directo a orillas del mar, una tarde de juegos de mesa al compás de una infinita sucesión de Estrellas Galicia. Contra el calorcito de la costa brava, la camisa de lino desabrochada que busca una mirada cómplice y el bronceado trabajado en el poso del Mediterráneo, el ritmo desacompasado de la charanga, una charla en la plaza o una partida de mus en el bar del pueblo de la mano de sudaderas viejas para combatir el fresco de la noche con mimo.
Resulta complejo defender un puñado perdido de tierra castellana cuando la alternativa que se nos plantea consiste en parajes marítimos con ocio a mansalva, posibilidades mil para los de fuera, hostelería de todo tipo y disfrute en formas varias. Pero precisamente por eso, valorar lo irrelevante de un pueblo y la ausencia sincera que en ellos se tiene de llamar la atención. Buscamos lo llamativo y distinto de la costa como terapia de choque para salirnos de la rutina cuando lo que debiéramos hacer es bucear en los pueblos perdidos de España, navegar en la indiferencia frente al cambio, en su vocación por mantenerse inalterados pese al paso del tiempo que a otros congestiona.
En el pueblo se nos brinda la oportunidad de copiar un manual y aprender de él. De plagiar una concreta liturgia en el hacer, un hacer que es pausado y parado, pero que podemos —debemos— extrapolar en nuestro regreso a la urbe. Cuando las cosas se hacen despacio, se abre la puerta a una colección de matices, a saborear una a una las fases del rito que todo hacer cotidiano tiene. Las cosas se hacen mejor cuanto menos rápido. Y al pueblo se viene, además de para apoyar a las orquesta contra la barbarie, a contagiarse de cierto poso y lentitud que nos es desconocida durante el resto del año.
Esos ritos han de hacerse paso por paso o, de lo contrario, pierden por completo su finalidad. En lo despacio del proceso, en el despreocupado caminar, resulta más fácil apreciar nimiedades que tienen vocación de ser determinantes pero ningún ánimo de acaparar atención. La lentitud es importante porque realza el proceso que es realmente relevante. Decía Escohotado que «libertad es el arte de hacer posible lo que uno debe en cada momento». Es clave eso último de «en cada momento», aunque hacerlo pueda llevarnos a fracasar en lo que pretendíamos.
La liturgia debe seguirse, los capítulos han de sucederse sin saltos y el rito debe completarse. El resultado, que puede ser bueno o malo, carece de sentido si no se ha cumplido el deber de cada momento. El final del cometido no deja de ser colocar la espada sobre el toro y dar una muerte digna al animal, pero la faena y la lidia que le son previas, deben hacerse de la mejor de las maneras, al compás y despacito — que es de lo que se trata—, midiendo cada embestida aún sin saber si habrá premio al terminar la corrida.
La liturgia del mus
En todo esto, la casualidad ha querido que este año en el pueblo de un servidor se dedique más tiempo aún si cabe al mus, un juego que permite, precisamente, encontrar un sentido al fondo, aunque el resultado final no sea del todo bueno, pues ya saben que se puede siempre perder. El mus es, más que un juego de cartas, la vigilia de reparar en los detalles hasta entonces inadvertidos y dotarlos, ahora sí, de una inefable importancia. Las maneras, cuanto más sencillas y bien intencionadas, más cercanas al final pretendido.
En esos interminables torneos de mus se procura mantener las mismas parejas para alentar al pique sano y a la competición entre amigos y familias. Cuando alguien hace de la victoria un habitual, los demás tienen que enfangar sus logros. Comenzó a correr la voz entre nuestros desesperados contrincantes de que la pareja campeona —de la que uno forma parte, aunque la responsabilidad del éxito recae más sobre su compañera— debe sus incontestables victorias a una peculiar forma de jugar al mus: la lentitud por bandera terminaba por exasperar a sus rivales.
Por supuesto, no es cierto, pero y si lo fuera, ¿qué más da? ¡En el pueblo, altar de los quehaceres interminables! En el mus, como en todo, hay que pensar y sentir. Es cierto que hacer las cosas despacio permite pensar con mayor pausa, pero eso no es lo importante porque hay gente que piensa muy rápido y no por ello deja de pensar bien. Lo que sí importa es dejar sitio a la duda, a los nervios, a la vergüenza y al miedo que tienen también que saborearse, y no entregarlo todo a la mecanización del impulso que desnutre de sensaciones el camino, aunque el instante nos prometa la gloria que nunca vuelve.
La liturgia, los pasos, el camino del uno a uno. Hacer despacito. Cortar, repartir, colocar el mazo en el tapete, recoger las cartas, imaginar la jugada, sorprenderse, alterarse o contener la rabia por no poder envidar ni a grande ni a chica ni a pares ni a juego. Cortar y empezar a jugar. Intentar hacer lo que buenamente se pueda, sacar el máximo provecho cuando se llevan buenas cartas y aminorar el fracaso si no se tiene una buena mano, no sólo en el mus. Envidar, subir, echarse atrás, amagar, farolear con arte y, por último, enseñar las cartas. Y después de todo eso, después de cumplimentar y sentir cada una de las pequeñas cosas que suceden en la partida, saborear el triunfo o digerir la derrota. ¡A contar amarracos!
El mus es el reflejo de la vida en el pueblo, una sucesión de descubrir y perderse, sorprenderse y coincidir, ilusionarse y sonreír. Descubrir lo bueno de lo inesperado en un rincón, un pensamiento o una sonrisa tímida. Perderse en los rizos de enfrente entreviendo una jugada ganadora y chocar las manos celebrando la incertidumbre resuelta por un órdago valiente. Sorprenderse de nuevo con nervios olvidados y abandonar preocupaciones enquistadas. Coincidir en lo inesperado por los coincidentes pero esperado por los espectadores. Ilusionarse con la timidez de un deseo por cumplir del que nada se espera. Sonreírse en la casualidad destinada de antemano.
La velocidad de la rutina desvirtúa el sentido que tiene lo que es regalado. Aunque en ocasiones pueda el deseo por llegar al recuento de puntos antes de tiempo y obtener así el premio esperado, conviene respetar y experimentar las cosas pequeñas y dar sentido al rito.