¡Por fin, querido, o querida! Cuánto tiempo deseando dedicarte unas líneas. Tantas veces me topé con tus obras, en mis libros prestados de la biblioteca pública, con tus sagaces incursiones en las letras —aquí, con tus sesudas aportaciones de fondo; allá, con tus fascinantes correcciones idiomáticas—, que no veía el momento de ensalzar tu nombre a los cuatro vientos. Tú que, con tanta modestia, oculto bajo el sagrado manto del anonimato, y con una persistencia brillante, propia de otros tiempos, has dedicado todos estos años a corregir, o mejor, a culminar las novelas y ensayos que caían en tus manos, bien merecías tu propio reconocimiento público. No dudo que has desarrollado tu concienzuda labor con una modestia indecible, bien alejado de la tentación de hacerte notar; no escribías en los libros ajenos por espurrear cuanto cruzaba tu privilegiada cabeza, no, sino por compartir, siempre por compartir. Pero ya es tiempo de que alguien cante tus gestas. Sirvan estas pocas, insuficientes líneas, para tal fin.
¿Qué hubiera sido, es sólo un ejemplo, de los cuentos de John Cheever, si se hubiese permitido que su desmañado traductor nos espetase un «rugby» donde debía ir justamente un «fútbol»? Y ¿qué decir de esas inteligentísimas acotaciones que haces a Derrida, a Foucault o a Comte-Sponville (como te gustan los franceses, rey mío, reina mía), o las imprescindibles notas de actualidad que adjuntas a las (gastadas) crónicas de los clásicos? Uno navega, desaprensivo que es uno, por páginas plagadas de inexactitudes y pensamientos bastos, pero ahí estás tú, para enmendarle la plana al filósofo o historiador de turno, con tu sutil pluma: «¡Claro que Dios no existe, merluzo!», sugieres; «este autor no tiene ni pajolera idea de política», apuntas; «date una vuelta y toma el aire, Voltaire», donoso sentencias.
¿Y qué decir de tus imprescindibles subrayados, sin los cuales el lector estaría sencillamente perdido? Esas flechas que apuntan al quid del párrafo; esas líneas que trazas con tanto furor que magullan el papel hasta casi rajarlo; esa paleta de colores con la que recalcas, guía cromático-espiritual para que los mortales sepamos detectar lo fundamental y desechar lo accesorio. Y esos redondeles enérgicos, que ciertamente tapan hasta impedirnos leer algunas frases, pero ¿qué importa, si ya las leíste tú y no te parecieron remarcables? «Gris, caro amigo, es toda teoría, | y verde el dorado árbol de la vida»; ¿cómo habría reparado en esta maravilla de Goethe si no lo hubieras enmarcado tú previamente?
He notado con creciente curiosidad que te gustan más los clásicos que los bestsellers, que a veces dejas impolutos. Se ve que no te entretienes en menudencias; los seres más nobles sois así. Pero has de saber que, privándonos en estos casos de tus agudas enmiendas, nos dejas huérfanos por lo que respecta a algunos (no muchos, es verdad) autores. Carezco de autoridad moral para pedirte un sobresfuerzo; plantéate si acaso todo el dolor que estas puntuales ausencias tuyas están generando. Hay gente leyendo libros sin tu sabia guía: el drama se cuenta solo.
El do de pecho lo das en la ortografía. He contabilizado no menos de seiscientas veces en las que corregiste «cifra» con el adecuado «número», y por lo menos mil doscientas en las que tachaste «década» para situar el apropiado «decenio». ¿Qué te pasa con estas dos palabras, corazón mío? ¿Es que no has escuchado una tertulia televisiva o te has sumergido en los últimos días en un internáutico foro tomado al azar? Tales sutilezas sólo te importan a ti; sólo conmueven a los grandes. Te sorprendería el nivel de la tropa y, por tanto, cuán sutil y encantador resulta que estos detalles sean los que a ti te enerven. Como escritor, qué decirte: de ningún modo podría ya yo cometer tales faltas. Mil ochocientas veces, qué entrega la tuya, grabaste a fuego la palabra correcta en mis propias páginas.
Todas estas cosas, mezquinamente, como hacemos el resto de los mortales, te las podrías haber guardado para ti. Pero no quiso tu generosidad; te tomaste la molestia de hacernos partícipes de lo que te soliviantaba. Y no limitaste tu maestría a tu círculo inmediato, ni actuaste de viva voz, sino que las pusiste ahí, en el mismo sitio en el que el esforzado escritor las ha producido, al mismo nivel que él, para que no pueda contar con una ventaja frente a tu sabiduría, que es la acertada.
Has resultado ser prolífico o prolífica, alma mía. No hay manera de sacar un texto que no lleve tu sombra. Los que somos ratones de biblioteca pública sabemos que sin importar la sección o procedencia del autor, daremos casi siempre con tus escritos. A quienes amamos los libros pero no podemos comprar todos los que leemos sino a riesgo de quiebra financiera y asfixia física, nos consta que te tendremos, servicial e ineludible, leyendo por encima de nuestros hombros. ¡Cuántas veces me sonreí, reconfortado, cuando te tuve a mi lado aquella noche cerrada que creía leer en una soledad perfecta! ¿De cuántas inexactitudes y errores de juicio me habrás librado?
Ves que me refiero a ti en singular, cuando a lo mejor sois varios. Cristalizo así, que diría Stendhal, en tu sola persona, todos los bellos atributos que supongo a los garabateadores públicos. Tanto genio, me digo, sería sublime si perteneciese a una sola persona. Llámame romántico, si quieres: te imagino recorriendo todas las bibliotecas públicas de la ciudad, trazando un plan de corrección por etapas, desfaciendo entuertos con una cadencia esforzada y minuciosa. No, ha de tratarse de una misma persona; o esa es la vía que escojo para concentrar mi agradecimiento. En verdad me estremezco al pensar que podríais ser muchos, quizás una especie de hermandad secreta; una suerte de masonería lingüístico-literaria del siglo XXI. Si es el caso, a lo mejor hay un hilo de esperanza para la especie, con tal de que extendáis vuestras sublimes acciones a otros campos anexos: el desarme planetario, el cambio climático, la paz mundial. Retocad los decretos-ley del gobierno: eso sería heroico.
Dije que sería una loa breve y cumplo mi palabra. Una última cosa, querido, querida, antes de apagar las luces. Que no te pille yo en persona embadurnando con tu sabia tinta otro libro público. Es tal mi devoción hacia tu persona, tanto lo que he esperado para inundarte con mi agradecimiento, que no sé, no respondo, ignoro por dónde podría salirme toda la adoración que en silencio acumulé durante todos estos años.
Podría comerte a besos, ¿sabes?