Algo está cambiando en el mundo hispano. Se percibe en los discursos, en las conversaciones, en la forma en que los jóvenes de América y de España comienzan a pronunciar su historia sin pedir perdón. Tras décadas de silencio, desarraigo y fragmentación, la Hispanidad despierta. Y no lo hace desde el rencor, sino desde el anhelo de volver a reconocerse, de saberse viva, de afirmarse frente al mundo.
Durante siglos compartimos mucho más que una lengua: compartimos una visión del hombre, una fe que dio sentido a la existencia, un modo de entender el poder, la justicia y la belleza. Lo que hoy llamamos civilización hispánica no fue un artificio político ni un accidente geográfico: fue una forma de mirar el universo y de habitarlo con propósito.
Hoy, en una época en la que la globalización ha uniformado casi todo y las naciones parecen perder el alma en nombre de la modernidad, la idea de una Nueva Hispanidad surge como un acto de insumisión cultural, como la respuesta natural —y providencial— al vacío espiritual de nuestro tiempo.
Una fuerza dormida que comienza a despertar
El espacio hispano es una potencia dormida, un gigante que apenas recuerda su estatura. Si los pueblos que lo integran actuaran como un bloque cultural, espiritual y económico, su voz volvería a resonar entre las grandes potencias del mundo.
Más de seiscientos millones de almas comparten una lengua y una cosmovisión; una economía unificada podría rivalizar con cualquier otra; una herencia común se extiende, viva, por todos los continentes.
Pero la verdadera fuerza hispana no se mide en cifras, sino en su alma compartida: en la manera de concebir al hombre no como consumidor, sino como criatura dotada de espíritu; en la defensa de la familia, de la comunidad, del deber y del sentido trascendente de la vida.
Mientras otras civilizaciones se hunden en la tecnocracia, el materialismo o la desesperanza, la hispana conserva el hilo invisible que la une a su origen: la certeza de que el poder debe servir al bien y no al revés. Esa visión caballeresca, hidalga, a veces idealista, pero siempre noble, es la que nos enseñó que la verdad se defiende incluso a costa de uno mismo.
Y así, la Hispanidad se alza como una de las mayores fuerzas demográficas, culturales y económicas del presente. Casi seiscientos millones de personas hablan español, formando una comunidad que abarca Europa y América, desde México y Colombia hasta España y Filipinas. En el horizonte de 2040, el español será la segunda lengua más utilizada del planeta, motor de la cultura digital, de la creación artística y de la inteligencia artificial en dos hemisferios. La lengua que llevó el Evangelio al Nuevo Mundo será también la que lleve la innovación al siglo XXI.
Reconocernos sin uniformarnos
Una de las grandes virtudes del mundo hispano es su diversidad. No se trata de borrar las diferencias entre un español, un mexicano o un argentino, sino de reconocer que todos brotan de un mismo tronco: una lengua, una fe, una visión del trabajo, del arte y de la vida.
La Nueva Hispanidad no busca uniformidad, sino fraternidad. Porque cuando los pueblos hispanos vuelven a mirarse como hermanos, el pasado deja de ser carga y se transforma en raíz. Éste es un proyecto de reconciliación con la historia, de superación de los relatos de culpa que nos impusieron los vencedores del siglo XX. El mestizaje, lejos de ser una herida, fue una creación civilizatoria única, el abrazo entre Europa y América bajo un mismo ideal cristiano.
Ni Europa ni América —ni el mundo entero— pueden entenderse sin España, aunque algunos hoy prefieran practicar la amnesia voluntaria. Pero no se trata de vanagloria: no hablamos desde la soberbia, sino desde la cruz del deber. Porque ser hispano es, ante todo, darse hasta la extenuación; servir, construir, entregar. Es amar la verdad incluso cuando cuesta, y hacerlo con alegría, porque así se honra el don recibido.
Civilización frente al caos
El siglo XXI padece una crisis silenciosa: la del sentido. Las ideologías se han transformado en dogmas, los derechos en eslóganes vacíos y las naciones en sombras de sí mismas. En medio de esa confusión, la Hispanidad ofrece algo que el mundo ha olvidado: una visión integral del hombre, donde la libertad se reconcilia con la verdad, la razón con la fe y la identidad con el deber.
Frente a un orden global sin alma, la Nueva Hispanidad se erige como una respuesta civilizacional. No es antioccidental, pero tampoco se somete a las modas morales de Bruselas, Londres o de Washington. No busca conquistar, sino reconstruir una forma de convivencia basada en la dignidad, la fe y la cultura.
El espíritu hispano debe volver a rechazar los ídolos de nuestro tiempo: el dinero sin moral, el poder sin servicio, la técnica sin propósito. Solo reconociéndonos entre nosotros podremos restaurar el bien común, ese tesoro que nuestros antepasados supieron custodiar. Evitemos caer en adoraciones de becerros de oro y dejarnos cortejar por fariseos.
Volver a creer en nosotros
Tal vez el mundo hispano no necesite un nuevo discurso político —ya está todo dicho—, sino un nuevo relato de sí mismo. Durante demasiado tiempo hemos buscado la aprobación de quienes nos niegan. Es hora de mirar hacia dentro y redescubrir el orgullo sereno de lo que somos, de lo que fuimos y de lo que todavía podemos llegar a ser juntos.
La Nueva Hispanidad no es una quimera, sino una tarea sagrada: la de volver a reconocernos, de cooperar entre naciones hermanas, de compartir proyectos culturales, científicos, económicos… y sobre todo espirituales. Una alianza de pueblos que se saben distintos, pero que recuerdan haber sido uno. Muchos pueblos, una historia, un destino y un Dios.
Medina del Campo: donde todo vuelve a empezar
Y será precisamente en Medina del Campo, corazón de Castilla y piedra viva de nuestra memoria, donde esta intuición tome cuerpo. Allí donde Ysabel la Católica dictó su última voluntad, se celebrará del 23 al 26 de noviembre de 2025 el II Congreso Internacional para la Reunificación de la Hispanidad.
Bajo el lema Reivindicando la grandeza de España en América desde 1492, pensadores, historiadores, juristas, escritores y creyentes de ambos hemisferios se reunirán no para mirar atrás, sino para trazar la ruta de una resurrección cultural y espiritual. Se hablará de identidad, de soberanía, de familia, de geopolítica, de los retos del nuevo orden mundial. Pero sobre todo, se hablará de esperanza: de cómo transformar el orgullo en acción, la memoria en propósito y la historia en destino.
Porque quizá sea allí, en la villa de Ysabel, donde empiece a escribirse la nueva página de nuestra historia. La de una comunidad que despierta, que se levanta, que vuelve a mirarse en el espejo del tiempo y recuerda quién es. La de una civilización que, quinientos años después, vuelve a ser universal porque nunca dejó de serlo.