España en la encrucijada de su supervivencia

'Los últimos españoles. El suicidio demográfico de una nación' afronta este dilema con una mirada documentada, lúcida y sin complacencias

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El fantasma del suicidio demográfico recorre Europa. Un genocidio en diferido de la población autóctona y su cultura promovido desde la política, la empresa y los medios de comunicación por medio términos que suenan nobles, como «solidaridad», «inclusión», «sostenibilidad» o «justicia social», que imponen un nuevo modo de control del pensamiento que redefine el marco de actuación y delimita lo decible. En nombre del progreso, se ha instalado una ortodoxia que disfraza la manipulación ideológica de virtud cívica.

En un clima de anestesia moral y cultural, España atraviesa una de las encrucijadas más decisivas de su historia reciente: la de su supervivencia como nación reconocible. Y lo hace, paradójicamente, en silencio. El libro Los últimos españoles. El suicidio demográfico de una nación afronta este dilema con una mirada documentada, lúcida y sin complacencias. La tesis central de los autores, Alejandro Macarrón Larumbe y Miguel Platón Carnicero, es rotunda: un país que no se reproduce, que renuncia a su continuidad biológica y espiritual, se está suicidando sin saberlo.

Desde el final del franquismo, España ha pasado de tener una de las poblaciones más jóvenes de Europa a ser una de las más envejecidas. En 1975 nacieron más de 670.000 niños; hoy, menos de la mitad. La tasa de fecundidad (1,2 hijos por mujer) se sitúa muy por debajo del nivel de reemplazo generacional. Los autores recuerdan que ni siquiera durante la posguerra se registraron cifras tan bajas.

La explicación no reside solo en la economía. Es una transformación cultural profunda. España ha sustituido el ideal de familia por el de autonomía individual; la proyección en el tiempo por el disfrute inmediato; la continuidad por el consumo. A ello se suma un modelo laboral precario, salarios estancados, vivienda inaccesible y un sistema fiscal que penaliza a quienes deciden tener hijos. Criar una familia, advierten los autores, se ha convertido en un acto de heroísmo civil. La consecuencia es un país que envejece y se apaga. Las ciudades pierden su equilibrio generacional; los pueblos se vacían; los jóvenes emigran. Y mientras tanto, la administración sustituye la idea de comunidad por un mosaico de individuos dependientes del Estado.

Los últimos españolesEl espejismo migratorio

Junto a la caída de la natalidad, las élites políticas promueven la inmigración masiva y la venden como remedio demográfico. Los últimos españoles demuestra que ese supuesto alivio no soluciona el problema de fondo, al contrario, lo agrava.

España recibe cada año cientos de miles de inmigrantes, muchos procedentes de países con niveles de formación y valores culturales muy distintos. Se integran, en el mejor de los casos, en los segmentos más precarios del mercado laboral, sin estabilidad ni movilidad ascendente. En lugar de corregir los desequilibrios, los reproducen. Y cuando el ritmo de llegada supera la capacidad de integración, la cohesión social se resiente.

Una nación no puede delegar su futuro en poblaciones ajenas a su tradición y esperar conservar su identidad. Cuando el Estado renuncia a defender una cultura común, lo que surge no es convivencia, sino fragmentación. Las escuelas se llenan de niños sin lengua ni referentes compartidos; los barrios se dividen en comunidades que no se comunican. El multiculturalismo mal entendido se convierte así en una centrifugadora social.

La raíz del suicidio

Los últimos españoles va más allá de la estadística y entra en la dimensión moral del declive. El suicidio demográfico es el síntoma visible de una enfermedad interior: la pérdida de fe en la propia civilización. España ha dejado de creer en su futuro, en su continuidad, en la idea misma de trascendencia.

La cultura dominante exalta el presente, el placer, la comodidad. Se promueve la igualdad sin esfuerzo, la libertad sin responsabilidad, los derechos sin deberes. Los hijos se perciben como una carga; la maternidad, como un sacrificio; la familia, como una reliquia del pasado. Todo ello en una sociedad que presume de progreso mientras se extingue.

Los autores describen este proceso como una forma de «entropía moral»: un desgaste silencioso que debilita la voluntad colectiva. Ninguna nación sobrevive mucho tiempo a la pérdida de su propósito. Y el nuestro ya no es construir, sino resistir, o peor aún, distraerse.

El coste del olvido

El libro recuerda que este declive no es irreversible, pero sí urgente. Las proyecciones demográficas indican que, si las tendencias actuales se mantienen, en dos generaciones los españoles autóctonos serán minoría en su propio país. No por invasión ni cataclismo, sino por renuncia.

Ese cambio no será solo cuantitativo, sino cualitativo: afectará a la cultura, la lengua, la política, las costumbres, la seguridad. Una nación no sobrevive a su desaparición demográfica, porque no hay instituciones que reemplacen a la sangre y la memoria. La inmigración puede aliviar un déficit laboral, pero no puede sostener una civilización.

La posibilidad del renacimiento

Pese al dramatismo del título, Los últimos españoles no es un libro desesperanzado. Es una llamada a la reacción, una invitación a recuperar el pulso vital. España aún puede revertir su destino, pero necesita una revolución moral, no solo económica.

Esa regeneración, sostienen los autores, pasa por tres ejes. Fomentar la natalidad, no mediante subsidios simbólicos, sino con una política integral que haga viable y prestigiosa la familia. Ordenar la inmigración, bajo criterios de mérito, compatibilidad cultural e integración real. Recuperar la autoestima nacional, entendiendo España como una comunidad de destino, no como un mero espacio administrativo.

Renacer implica reencontrar la energía de una historia que ha demostrado su capacidad de resurgir. España ha sobrevivido a guerras, divisiones y decadencias mayores; puede sobrevivir también a esta si decide hacerlo. El tiempo, sin embargo, apremia. Cada año que pasa sin hijos, sin rumbo y sin fe, acerca el punto de no retorno. Los pueblos no mueren de golpe, sino de desinterés. La pregunta decisiva es si queremos seguir siendo quienes somos.

Los últimos españoles. El suicidio demográfico de una Nación nos enfrenta a lo que preferimos no ver: que la desaparición de España no sería una derrota política, sino biológica y espiritual. Pero también nos recuerda algo esencial: aún no es tarde. Mientras quede conciencia, hay posibilidad de renacimiento. El futuro depende, como siempre, de una voluntad: la de seguir existiendo.

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