Los buenos ojos que nos leen

La vida no se mide por la aprobación de extraños ni por premios, sino por la atención y cariño con que alguien cercano nos mira

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Hace unos días, recordaba un viejo documental sobre la figura de Julián Marías en el que su hijo Miguel contaba una escena doméstica, casi invisible, pero inolvidable. Decía que, cuando su padre terminaba de escribir un artículo, salía corriendo a buscar a su esposa, Doloritas Franco. Allí la encontraba, quizá secándose el pelo, recogiendo algo o concentrada en cualquier otra labor, y él, como un niño con un dibujo recién hecho, se lo leía entero. No buscaba elogios ni reconocimiento académico; buscaba su mirada. Y luego escuchaba —de verdad escuchaba— lo que ella opinaba.

Me impresiona siempre esa escena, porque resume algo que todos necesitamos: unos buenos ojos que nos lean. Esa mirada capaz de detenernos, comprendernos y acompañarnos, sin prejuicios ni comparaciones. No hablo de la mirada de críticos o personas admiradas, sino de quien nos conoce y nos quiere, de quien se detiene en nosotros sin esperar nada más que vernos de verdad.

Y, sin embargo, con frecuencia ocurre lo contrario. Nos preocupamos por agradar a desconocidos, a quienes admiramos por su talento o prestigio, y a veces olvidamos que el reconocimiento de los cercanos, de quienes nos aman, es el que realmente sostiene. Lo más curioso es que, cuando llega, muchas veces lo desactivamos. Le hacemos luz de gas con expresiones como «es que tú me ves con buenos ojos», como si el cariño invalidara la verdad. Como si amar fuera una forma de no ver. Y, sin embargo, son precisamente esos buenos ojos los que más limpian la mirada, los que ven lo que somos, no lo que aparentamos. No hay elogio más honesto que el que nace del afecto.

Recuerdo un amigo escritor obsesionado durante semanas con un artículo enviado a un periódico importante. Lo leía esperando la crítica de un referente, hasta que, una tarde cualquiera, lo leyó su esposa mientras él tomaba un café, y ella le dijo: «Está muy bien, pero me gusta más cómo escribes cuando hablas de lo que te apasiona». Esa frase, tan sencilla, valió más que cualquier elogio lejano. Era la confirmación de que alguien que le conocía de verdad había leído sus palabras con el corazón.

Los buenos ojos no sólo leen: sostienen, iluminan, dan sentido. Nos enseñan que la vida no se mide por la aprobación de extraños ni por premios, sino por la atención y cariño con que alguien cercano nos mira. Esa mirada nos devuelve al centro, nos recuerda quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos.

Me viene a la mente, por analogía, la relación de Spencer Tracy y Katharine Hepburn en Adivina quién viene esta noche. Ella le mira como quien ya lo sabe todo de él, incluso lo que no está escrito. No necesita comprender cada pensamiento ni juzgar cada palabra: simplemente le ve, con amor y respeto. Esa mirada es exactamente lo que significan los buenos ojos que nos leen: no se trata de perfección ni de mérito, sino de presencia y cariño auténtico.

Al final, todo lo demás (los aplausos, las opiniones, las miradas ajenas) se apaga. Lo que queda son esos ojos que nos leen con paciencia y cariño, los que saben ver más allá de los errores y las torpezas. Como Katharine con Spencer, cuando, después de tanto, salen a tomar un helado.

Nada más entre ellos que una mirada cómplice, de esas que bastan para que todo tenga sentido, y helado. Claro.

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