En casa hemos empezado a repetir la frase «no más titulares para 2022» como una especie de mantra. Creemos que si la pensamos mucho y lo hacemos con fuerza acabará por cumplirse. Y es que entre bodas COVID, desamores, enfermedades y mudanzas, el 2021 dejó en la familia la misma sensación de agotamiento entremezclado con satisfacción y alivio que tiene uno al quitarse las botas de esquí después de un día intenso deslizándose por las pistas.

Advirtiendo la multitud de acontecimientos que aprietan hoy al mundo por los cuatro costados y que, según donde uno se informe, pueden llegar a parecer la antesala del final, me preguntaba si es posible o no contribuir a cambiar la suerte de nuestro tiempo como las cinco palabras escritas arriba están sin duda cambiando la suerte de mi familia.

En nuestra época, como en todas, la injusticia sigue abriendo sus fauces para morder dolorosamente a quien pilla por el camino. Lo vemos en el niño inocente que se protege en un búnker de las bombas de una guerra siempre cruel y también en el niño, igualmente inocente, que se protege en el vientre de su madre de las tenazas de una ideología deshumanizada. La dificultad para dar con el origen de estos males sólo agrava el abismo de impotencia al que nos asomamos a veces con más indiferencia que angustia. Ni los razonamientos que apenas son meros balbuceos ni los argumentos más ambiciosos son capaces de encontrar una explicación definitiva a las dinámicas malvadas que acaban por cobrarse vidas aún sin germinar.

Es cierto que el sufrimiento queda dentro del terreno del misterio y que, cuando se trata de encontrar su raíz, no digamos ya su sentido, siempre llega el momento en el que uno tiene que descalzarse y admitir que no sabe de dónde tanto mal, que necesita que alguien venga a ofrecerle una explicación que se le escapa cuando cree haberla asido.

Pero no es menos cierto que el problema de dimensión que la globalización trae consigo también alienta la pasividad ante el mal que nos circunda y evita que nos lancemos a combatirlo con valentía, como antaño hubieran hecho nuestros abuelos. Tanta es la insistencia en adoptar un pensamiento global que se termina despreciando aquello que tengo delante hoy, en este momento, aquí mismo. Es difícil para un ciudadano de a pie llegar a comprender cuáles son los entresijos, anudados por ambiciones grandes de hombres pequeños, que han puesto Europa patas arriba. Pero cualquiera reconoce el origen de la tristeza que se roba hoy la sonrisa de una madre, un amigo o una hermana. Sin mucha dificultad, aunque con algo de apuro, se puede admitir que es del propio corazón de donde salen los malos pensamientos que luego cobran vida en las palabras y en los gestos y acaban hiriendo, casi siempre más de lo que uno hubiese deseado.

Así, y aquí viene la buena noticia, mientras la solución a los grandes males del mundo se nos presenta a menudo como inabarcable, el remedio a los pequeños males cotidianos aparece como una posibilidad asequible. Una sonrisa a tiempo, un perdón a destiempo y mucha paciencia en todo momento. Parece que el tiempo litúrgico se haya aliado con la historia para recordarnos que debemos rebelarnos contra el mal que nos acompaña en nuestro día a día, al que tantas veces hacemos guiños cómplices y otras tantas cedemos torpemente y sin condiciones un espacio ilegítimamente conquistado.

Retomando eso del lema familiar del que hablaba al principio creo que, cuando se trata de combatir el mal, deberíamos recuperar aquella cantinela que todo niño ha gritado en algún momento de euforia mientras jugaba al pilla-pilla: «Por mí, y por todos mis compañeros. Por mí primero». Quizás así, en virtud de alguna promesa olvidada, traslademos un poco de alivio no sólo a los que se encuentran cerca sino a aquellos otros que sufren por motivos que quedan fuera de su alcance. Y quizás, quién sabe, comencemos de este modo a contribuir algo a la paz y nos ahorremos, si Dios quiere, algún que otro titular.