Las clínicas de fertilidad son las nuevas perreras. Las parejas se acercan para encontrar algo que les ayude a curar los problemas de afectividad y las heridas del corazón que el mundo moderno les causa. Algunos se encaprichan de un chucho para sentirse acompañados cuando llegan a su frío apartamento después de 12 horas de un trabajo de mierda. A otros les da por tener un hijo cuando ya se han cansado del animal. Y aunque la distancia es abismal, la diferencia no es tanta.

Hemos guardado nuestros deberes en el cajón y hemos agitado los caprichos para convertirlos en derechos. El protagonista soy yo y mis deseos, aunque sean más desordenados que los de un animal. Hasta el punto de convertirlos en derechos para mí y deberes para el prójimo. Y cuanto más absurdo sea, más dinero habrá que meter para que, socialmente, se acaben reconociendo como derechos y deberes. Cosa que de otro modo sería impensable.

Quizá esto se ve de un modo muy claro con el asunto de la disforia de género, la transexualidad o como quieran llamarlo los imanes de la corrección política. Pero no es ese el tema que hoy nos ocupa. Hoy se trata de hablar de niños. Y en este tema, igual que en otros, los caprichos de los adultos han convertido a los chavales en esclavos de sus deseos.

El niño es un producto, una mascota, que viene al mundo para satisfacer al progenitor a y al progenitor b. Tanto es así que ya no hacen falta personas menstruantes, amor de entrega, una relación sólida o apertura a lo desconocido. Ni siquiera hace falta tener sexo. Basta con satisfacer el capricho. Da igual si lo desea una madre soltera, un matrimonio en crisis, una pareja homosexual o una tribu de amigos.

El niño no cuenta. A él nadie lo mete en la ecuación. Lo importante es que los compradores estén contentos con el producto. El cliente siempre tiene la razón. Y para que el cliente esté contento se puede alquilar un útero, fecundar una probeta, diseñar el bebé perfecto o elegir un país exótico que sea del gusto del consumidor.

Los hijos ya no son un don que uno acoge, sino un capricho que uno exige. Y, claro, de los caprichos uno siempre se acaba cansando. Si el capricho es un perro, se abandona en cualquier descampado cuando empieza el verano. Pero si es un niño, se le ignora como a un perro. Se le da de comer, se le viste, se le paga la peluquería, el cuidador y el colegio, pero no se emplea ni un minuto en educarlo.

Y claro, si adquirimos niños como quien va a la perrera, lo normal es que salgan niños perro. Y por eso no es raro que el mundo esté lleno de jóvenes que ladran cuando las cosas no salen como habían planeado. Jóvenes que se conforman con cualquier basura para comer y entran en el primer McDonald’s que encuentran. Jóvenes que se esconden entre matorrales para tener sexo animal. Y chavales que después de copular desaparecen antes de que su hembra haya tenido tiempo de ver un atisbo de cariño.

Jóvenes que al final no disfrutan ni del sexo ni de la comida, aunque sólo vivan pensando en comer y follar. Y en los ratos muertos duermen como el perro que se tumba agobiado por el calor.

De unos adultos caprichosos lo normal es que salgan niños perro. Y una sociedad de niños perro está condenada a convertirse en una jauría donde manda el más fuerte, aunque todos vivan la misma vida animal. Ése es el futuro que estamos construyendo.