Mirarnos en María y en José

Antes de que el Verbo se encarnase en un indefenso bebé, en una gruta de Belén, María y José ya habían dignificado a todos los hombres y mujeres del mundo

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Ni uno solo de los detractores de la Navidad, que hace años eran extrañas especies y ahora abundan, podrían negar que al acercarse el 25 de diciembre, se extiende por toda la faz de la Tierra una extraña alegría. Los cristianos sabemos muy bien de dónde procede esa alegría; los ateos y paganos bautizados probablemente lo ignoren, pero aún así la perciben. La gente por la calle sonríe más y hay un contagio de «buen rollo» que se puede concretar en grandes reuniones familiares, o en una soledad más o menos llevadera. Pero distinta.

El nacimiento de Dios en un pesebre no puede ser un hecho olvidado ni banal, por mucho que el mundo de hoy se empeñe en dar la espalda al Niño. Detrás de las luces de las grandes avenidas y de los centros comerciales, de las compras compulsivas y de los atascos, hay «algo» que la mayoría probablemente no acierte a saber qué es. Los que no tienen fe hacen una mueca de ironía; los agnósticos levantan los hombros. Solamente los cristianos que nos hemos decidido a seguir a Jesús tenemos claro de dónde procede el origen de estas «fiestas» de la luz y del consumo.

Antes de que el Verbo se encarnase en un indefenso bebé, en una gruta de Belén, María y José ya habían dignificado a todos los hombres y mujeres del mundo. Ella, aceptando ser la madre del Redentor a través de un misterio divino lejos del alcance del entendimiento humano; Él, defendiendo a su esposa ante una ley que la condenaba a ser lapidada por adulterio. Fue no solamente el primer matrimonio cristiano, sino también el que probablemente primero defendió la familia de una manera sobrehumana, poniendo la fe en Dios por delante de todo, incluidas sus propias vidas.

Tras el confiado fiat de María y el viril comportamiento de José, ambos huyeron a Egipto, recién nacido el Salvador del mundo, para truncar los planes macabros de Herodes y hacer que, de nuevo, la voluntad de Dios se cumpliese por delante de las circunstancias humanas. Produce escalofríos solamente imaginar los detalles de ese viaje; pero a la Sagrada Familia la movía una fuerza que ningún poder terrenal ha sido capaz de vencer nunca: el amor más allá del miedo a la muerte. La determinación de hacer aquello que se sabe dentro del corazón que es correcto y bueno, que agrada a Dios.

Subrayo este comportamiento de María y de José porque a menudo se olvida que ambos no solamente aceptaron que el Padre de Jesús era Dios, sino que fueron ejemplares siempre, antes y después de la primera Navidad de la historia. Una ejemplaridad santa cuya raíz es el amor, pero también el valor de la entrega y del sacrificio; también de la audacia que en ocasiones puede parecer suicida. Es en medio de esa ejemplaridad santa de María y de José donde vino al mundo el Redentor; entre pañales y el calor de unos animales, sin más riqueza que la que trajeron los sabios de Oriente unos días después. Pero con lo principal: unos padres enamorados de su Hijo desde mucho antes de que naciese.

Para el mundo de hoy, tan enfermo de egoísmo y de caprichos banales, esa entrega puede parecer vacía e inútil. Demasiado incómoda para que apetezca. La fortaleza interior de María y de José asusta en un tiempo, el actual, donde cualquier sofoco produce síntomas de infarto, y ante cualquier duda lo fácil es abandonar, «pasar página», aparcar los problemas y disfrutar. ¿De qué pasta estaban hechos esa mujer y ese hombre?, ¿qué les movía? La «nueva Eva», nacida sin mancha, tuvo desde siempre el más alto destino que ninguna otra persona haya tenido jamás: ser el primer hogar del Salvador del mundo, la morada inmaculada del Verbo encarnado. José, perteneciente a la estirpe de David, dedicó su linaje real a proteger a su esposa y a dar a su Hijo un ejemplo de honradez e integridad.

Cuando unos años más tarde de su nacimiento, Jesús se pierde en el templo de Jerusalén y sus padres lo encuentran después de unos días angustiosos, se produce una escena que nos da idea del tipo de hombre que era José. María pregunta a su Hijo por qué les había dado ese disgusto, y Él responde sin miedo con dos preguntas: «¿Por qué me buscaban?, ¿no sabían que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lucas 2:49). La tradición señala que María y José «no entendieron bien» el significado de aquellas palabras en ese momento. Pero es fácil suponer cómo las sintió José en su corazón, asumiendo el rol que habían decidido para él, sin rebelarse ni buscar un protagonismo que no le correspondía. Dejando que Dios obrase en todo, hasta el final.

La Navidad no solamente nos recuerda que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros para salvar a la humanidad. Es también el tiempo de meditar sobre la familia y qué significa para cada uno de nosotros; cómo nos relacionamos con nuestros padres y nuestros hijos, con nuestros hermanos y abuelos. De saber ver en las reuniones de estos días no solamente un mantel precioso lleno de exquisitas viandas, sino sobre todo el vínculo de amor que nos une con los otros y que nos hace compartir con alegría. El tiempo de mirarnos a los ojos para reconocer en cada madre y en cada padre la pureza y humildad de María y la firme determinación de José.

Huyamos del egoísmo por unos días, y ojalá para siempre. Dejemos las pequeñeces que nos ofrece un mundo desangelado por la carcoma que produce el ansia de lo material. Ha nacido Dios en un pesebre para salvarnos a todos, para darnos la oportunidad de ser como María y como José.

Feliz Navidad.

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