El otro día vi un vídeo de un influencer del humor en el que representaba a una chica en diferentes edades. Pasaba de anhelar a un hombre guapo y fuerte a los veinte años, a conformarse a los cuarenta con estar al lado de una persona mínimamente normal. Me recordó a lo que escribió Ana Iris Simón en Feria sobre la masculinidad posmoderna: «Empecé a imaginar en alto un futuro distópico en el que la poligamia masculina se implantaría casi por la fuerza porque todas empezaríamos a caernos del caballo con lo de los hombres blandengues y como ya apenas no quedarían hombres que no fueran blandengues nos veríamos obligados a compartirlos».

El feminismo mal entendido lleva años socavando la elegancia y la caballerosidad confundiéndolas con machismo. Saber estar reflejado en la apariencia, en el vestir. Si antes destacaban los conjuntos impolutos, los trajes o los atuendos formales, hoy proliferan los chándales como outfit de cabecera. Estética poligonera del que no quiere guardar decoro. Los hay incluso que utilizan esa apariencia deportiva para ir a la universidad. La que era cuna del pensamiento se ha transformado en una guardería para adultos. Después están los que se atavían con una sudadera para ir a su puesto de trabajo. El día que se perdió la cordura. España se jodió cuando un tío con rastas ocupó un escaño en el Congreso y al verlo Rajoy puso peor cara que cuando salió ebrio de aquel restaurante tras su caída. José Bono estaba defendiendo la pulcritud de las instituciones cuando regañó a Miguel Sebastián por quitarse la corbata en el Congreso. Me acuerdo ahora de Paco Gento y de Julio Llorente cuando le rememoraba en VozPópuli.

Respiramos en un ecosistema en el que cada vez hay menos hombres normales. Cuando señalo este índice estandarizado me refiero a figuras al margen de los estereotipos. Sin filigranas, sin extravagancias. Tan alejado del cuñado casposo y testosterónico como del insulso que no se hace respetar. Ese binomio del esperpento es lo que provoca que algunas mujeres confundan al macarra y malote con la representación nata de la masculinidad. «Yo de todas formas siempre he detestado al hombre blandengue. El hombre blandengue, no sé. Y además también he podido analizar que la mujer tampoco admite al hombre blandengue», dijo El Fary. Por eso vemos a chicas atormentadas por sus novios, acosadas y maltratadas. En muchos casos es la consecuencia de haber elegido a compañeros con las hormonas revolucionadas ante la distorsión de la realidad que recrea al varón como una criatura visceral y a los pacíficos como afeminados. Una inercia de acercarse a los falsos tipos duros que se convierten en una jaula. Resulta llamativo apreciar cómo muchas chicas pasean cogidas de la mano de sus parejas desentonando a la vista. Mientras las jóvenes se arreglan, se maquillan, y se adecentan con elegantes conjuntos, los chicos se enfundan el chándal complementando a sus presumidas parejas. Hoy, a vestir como si estuvieras en un test de Cooper perpetuo le llaman ir a la moda. Hoy, a un iracundo lo llaman ser un hombre.

En una sociedad estereotipada y gregaria como la que vivimos hemos asimilado la normalidad al aburrimiento. A veces parece que hace falta ser un asiduo consumidor de puros o lucir por los cuatro costados las capas de testosterona para ser un hombre. O a la inversa, se deconstruye en un fascista a aquel varón al que le gustan los toros y la contundencia en el carácter. Me sonrojé al leer algunas reacciones al artículo de Esperanza Ruiz, Vox y los Peaky Blinders. Los había desde los que enarbolaban modelos anacrónicos del hombre a usuarios que ensalzaban al macho ibérico. Al final lo que une al cuñado al blandengue es una profunda irreflexividad alimentada por la barbarie o por lo políticamente correcto.

«Se puede ser héroe sin ser santo, pero no santo sin ser héroe», dijo en una ocasión Enrique García-Máiquez. Porque la gallardía no puede florecer en figuras incivilizadas o en poses artificiales y tibias, pues esa tibieza indiferente es uno de los mayores pecados. «Dices ser caballero cristiano […] Pero no te veo hacer un sacrificio, ni prescindir de ciertas conversaciones… mundanas ni ser generoso con los de abajo…, ni soportar una flaqueza de tu hermano, ni abatir tu soberbia por el bien común, ni deshacerte de tu firme envoltura de egoísmo», escribió San Josemaría Escrivá en Camino. Falta ese talante, carecemos de líderes inspiradores porque atravesamos tiempos de crisis. Capítulos tristes con déficits de heroicidad. Somos narcisistas, inclementes, caprichosos y bastos en el hablar. Ausencia de ideario desencadenada por la prevalencia del confuso relativismo moral que tergiversa el bien y el mal dotándolos de la misma legitimidad. Cuando no existe ningún principio por el que luchar la ciudadanía se repliega cayendo en un profundo aburguesamiento.

Aquél que fue perfecto hombre lloró con la muerte de su mejor amigo, mostró misericordia con sus verdugos e hizo alarde de contundencia cuando expulsó a los mercaderes de la casa de su Padre. La virtud está alejada de todo estrabismo y guarda apariencia de una elegante normalidad sin renunciar a la valentía. En palabras de Carlos Marín-Blázquez: «Una sociedad debería instruir a cada nueva generación en la destreza de vivir en el dinamismo de un equilibrio nunca definitivo entre la astucia de la serpiente y la sencillez de la paloma».