No sé si recuerdan ustedes la marejadilla en Twitter con motivo de una foto en la que se podía ver a Juan García-Gallardo, candidato de Vox a presidir la taifa de Castilla y León, acompañado de Santiago Abascal y Jacobo González-Robatto, senador por Andalucía. Para muchos, el aspecto del trío parecía recordar a los personajes de la serie Peaky Blinders. Por si no la conocen, trata las andanzas de una familia de gangsters de raza calé en Birmingham a principios del siglo pasado.
Personalmente, vi el asunto más cercano del concurso televisivo Forjado a fuego («su arma… mata») que de Peaky Blinders. No había suficiente tweed o franela en la foto, ni cuellos almidonados, ni botas Balmoral. Eso sí, estaban los preceptivos undercuts capilares, la barba tupida y las gorras, más del campo mediterráneo y su jungla, la dehesa, que de la campiña del enemigo histórico.
No hace falta ser un experto en marketing político para saber que la imagen es algo que se cultiva por el hombre público. Sociedad del espectáculo obliga. El problema está en seguir la tendencia, que es muy traicionera. En poco tiempo uno queda completamente desfasado y acaba siendo víctima de su hábito. Sin embargo, el mensaje que se pretende hacer llegar llega. Es así como interpreto la fotografía de autos. Ahora, antes de explicarlo, déjenme elaborar un poco.
El fotograma y la moda, tal y como la concebimos hoy, son fenómenos coetáneos. El año de la muerte del modisto que inventó el negocio del trapo, Charles Frederick Worth, los hermanos Lumière presentaron el cinematógrafo. Desde entonces, es imposible separar ambos mundos y son innumerables las veces que uno se ha servido del otro.
Antes que Peaky Blinders, series como Mad men ya fueron una fuente de inspiración, por ejemplo, para diseñadores como Marc Jacobs. Y, en lo que respecta al cine, es imposible no nombrar algunos títulos donde el atuendo queda (casi) por encima del argumento. Cintas como El Gran Gatsby de Jack Clayton, American Gigoló, Wall Street, el remake de Alfie y muchas otras, hicieron más conocidos a ciertos creadores. Paralelamente, nos presentaron sofisticados personajes que saben gestionar sus encantos para satisfacer sus deseos de poder, dinero o catre. O todo a la vez. Sin embargo, los protagonistas de esas películas están terriblemente solos. No existe, como en Peaky Blinders, la cercanía del clan.
Desde que comenzó la crisis hace 13 años, el mercado pone la vista (ocasionalmente) en modelos masculinos, modas y valores bastante alejados de la deconstrucción del macho que también nos propone por otro lado. La proliferación de barberías, camisas de franela, motos custom, denim japonés que parece moqueta, salones de tatuaje, carnicerías molonas, chuletones madurados y salas de crossfit, no es casual. Entiendo que responde a una reivindicación de la testosterona en estos tiempos de géneros fluidos y hombres suaves.
El reto, sin embargo, es no quedar atrapado por la apariencia. No querer compensar lo fundamental con lo accesorio. Si, finalmente, la barba pérsica, el degradado capilar y la camisa de chambray son un disfraz, habrá ganado la moda, que es como la banca. Es por ello por lo que veo la puesta en escena de la foto de marras un tanto exagerada. Ahora, no nos engañemos, visualmente queda mejor el espectáculo de un bigardo, pectoral al viento, que de un alfeñique en mocasines con pinta de haber terminado un parcial de Derecho Comunitario. Dicho esto, espero sepan disculpar este arranque erótico-populista. Como penitencia leeré durante cinco minutos algo de Jacques Delors.
En fin, la foto, que es más para consumo de aquellos a los que les gusta recorrerse el Valle del Tiétar a lomos de su Cafe Racer, echarse unos kilómetros con un chaleco lastrado encima o rematar un cochino a cuchillo en un agarre, tiene algo de atrabiliario. Es el «a mí con esas» de Los Brincos hecho imagen. Huele a matasietes que gusta a la España alegre y faldicorta e indigna a los machos beta. A mí me basta para no tener mucho que criticar al respecto.