Después de mucho tiempo sin pisarlo, el domingo volví al Bernabéu. Mi Madrí jugaba a las nueve, como a mí me gusta, y los primeros temblores comenzaron a asediarme durante la sobremesa. El abuelo hablaba con mamá de la Guerra Fría —un poco como los liberal-conservadores pero sabiendo que el tema no es actual— y yo dejé de prestar atención: estaba igual de nervioso que esos martes y miércoles de Champions en los que iba directo del colegio al estadio.

Llegué a Marceliano sobre las ocho para tomar la cerveza de antes y me encontré con mi hermano y sus amigos. Tiene dieciséis años y me recuerda mucho a mí cuando tenía su edad. Él, cuando va al fútbol, también lleva una chaqueta Adidas de esas vintage que usan los hooligans ingleses y pone cara de malo. Lo saludé, reprimí las ganas de reírme de su pose ultra, apuré la cerveza y me fui. Más pronto de lo que acostumbro, además, porque Janucho insistía en entrar al campo.

Mientras esperábamos en la cola antes de los tornos, escuché a una pareja comentar el proyecto del nuevo Bernabéu. Ella, emocionada, le contaba a su novio que va a tener muchas tiendas y restaurantes, que se van a hacer conciertos y espectáculos, que a lo mejor construyen hasta un hotel. «O sea, que al fútbol se jugará de casualidad», contestó él con un tono lacónico y severo que decepcionó a su novia.

Yo, claro, comparto el punto de vista del novio. Porque puede que el nuevo Bernabéu, con toda su parafernalia, aporte mucho rédito al club; y puede que ese rédito sea, a su vez, condición indispensable para seguir compitiendo al más alto nivel. Pero, aun sabiendo todo eso, no logro consolarme. Percibo un desorden grave en el hecho de que mi equipo tenga que dedicarse a tareas ajenas al fútbol para seguir siendo un gran equipo. Y percibo un desorden todavía más grave en que esas tareas tengan necesariamente que hacerse a costa de nuestro estadio, tan castizo y familiar. El Bernabéu no puede asemejarse al Wanda y su césped retráctil ni al Nou Camp y su absurda ley antitabaco. Tampoco debe anhelar el techo de Wembley, que impide algo tan natural como mojarse cuando llueve, o la estética casi espacial del Allianz. A lo que debe aspirar el Bernabéu es a encarnar los valores del club: la universalidad y no el globalismo; la atemporalidad y no lo moderno; el señorío y no el fair play.

Con todo, me temo que ya es tarde. Antes podíamos presumir, al menos en lo que a estadio se refiere, de ir contra el signo de los tiempos. Ahora sólo podremos presumir de palmarés, que es mucho, sí, pero que no lo es todo.