Uno cree que hace falta una cordura que consista, más que nada, en arriesgarse. El mundo precisa otros caballeros andantes, nuevos quijotes. No se trata de nostalgia; tampoco de un planteamiento testicular o corajudo. Es una exigencia de lo que tenemos delante de nuestros ojos: el personal le ha cogido pánico al compromiso, y, así, la vida se agosta. Cuando todo se hace problema, la sospecha se cierne sobre los cuatro amores (el afecto, la amistad, el eros y la caridad). De los principios nos interesa su efervescencia, pero no su persistencia. Lo duradero nos asusta. El corazón se achicó y, ay, perdió su natural atrevimiento.
Bello es el riesgo. He vuelto muchas veces a ese poema de Marcela Duque. Me lo impongo como lema. Sus versos hablan de Sócrates, pero en ellos se advierten otras cicutas, actuales y más sutiles. El núcleo de esa poesía contiene estas palabras. Podemos recitarlas juntos y a tempo: «Vale la pena el riesgo de creer, / que nos tomen por tontos e ignorantes / por creer en el alma y sus moradas; / es bello el riesgo de creernos inmortales, / de vivir en tensión hacia lo excelso, / aunque nos falten pruebas y acudamos / a la fe y a los cantos de los niños».
¿Quién no se ha sentido alguna vez tonto en vez de bueno? He oído —pero no lo he comprobado—, que, cuando Dostoyevski quiso escribir la historia de un hombre bueno escribió El idiota. Se confundirían así el corto de entendimiento con el largo de corazón. Es un peligro ineludible que hay que arrostrar —y, además, será mejor pasar por ignorante que ser un listillo—. Esa tensión es inevitable. Vivir, que perjudica seriamente la salud, a la fuerza acelera el corazón. No hay seguridad para quien busca. Las relaciones humanas no se falsean mediante experimentos. Si, por ejemplo, un amigo nos traiciona, caeremos con todo el equipo. Toda nuestra carne arderá en el asador. Sufriremos un dolor real.
Vuelvo aquí a otro poema. El hombre imaginario, de Nicanor Parra. Se lo recomiendo entero al lector curioso. Yo aquí sólo puedo recordar su principio memorable («El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario»), destacar que esa cantinela se repite hasta la saciedad («De los muros que son imaginarios / penden antiguos cuadros imaginarios», etc.) y detenerme en el final: «Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre / imaginario».
Todo en el poema es insistentemente imaginario, salvo el dolor. Cuando el dolor comparece, sobran ya los adjetivos. Como de la muerte, del dolor —la penumbra del riesgo— no hay quien se escape. Y por eso los más cuerdos perseveran hasta el fin.