Con Newman, decíamos ayer que «tenemos un corazón tan frío que se queja de que le digan cosas misteriosas». La frase nos sacude, ciertamente, pero no deja de participar del mismo misterio que nos recomienda. Porque, ¿qué podrá ser ese «corazón» que necesitamos caldear? ¿Podremos hallar una definición cumplida de él, o será mejor que nos callemos y que nos sumerjamos en una sima de aguas profundísimas y oscuras?
Se dice que la manía de comprenderlo todo arruina el conocimiento. Es un principio básico de humildad. Si comprendiéramos plenamente, seríamos dioses; y a la vista está que no lo somos —cualquier pequeña miseria personal nos aleja del Olimpo—. Ahora bien, que no podamos entenderlo todo con la mayor hondura posible no significa que no podamos decir algo, aunque sea por exclusión, de forma provisional y con el velo imperfecto de las palabras.
Por vía negativa podemos saber que el corazón del que estamos hablando no es un órgano físico. La sístole y la diástole no son la contracción y la dilatación que aquí y ahora nos interesan. No se trata de fisiología, sino de cómo tener una vida buena. Estamos, por tanto, ante un órgano de naturaleza moral. Hay quien considera, pues, que el corazón es la sede de la personalidad, y, en el mismo sentido, desde antiguo se habla de un «hondón del alma». También se ha dicho, desde una perspectiva espiritual, que el corazón es el lugar de la alianza o la casa de nuestro anhelos. Esto último me parece especialmente luminoso. Albergamos anhelos que no conocemos del todo, y que en un momento dado podemos detectar, ya sea por ausencia o por presencia.
Popcack, en su libro Dioses rotos, explica cómo detrás de los siete pecados capitales puede descubrirse un anhelo divino —que a mí me parece también humano, y hasta demasiado humano—. Así, por ejemplo, en el fondo el perezoso anhela paz, el iracundo busca justicia o el lujurioso desea comunión. Anhelan, buscan y desean erróneamente, pero ese anhelo, esa búsqueda y ese deseo son sin duda reales, y se dan cita en el núcleo de la persona. Habitan en el interior. Se hospedan en el corazón.
Quisiera, en las próximas tres entregas, discurrir por sendas estancias de esa casa. Habrá muchas más, no lo niego. Yo ahora mismo sólo acierto a fijarme en tres habitaciones de una misma morada. Parto de un vacío que no sé cómo colmar. Pero, si miro en mi interior, encuentro en él tres movimientos fundamentales, que en todos los casos alienta la etimología latina (cor-cordis: corazón). Por un lado, el corazón explora su propia cordura y comprende qué bello es el riesgo. Por otro, el corazón rememora y pondera: recuerda quien pasa las cosas por su corazón una y otra vez. Finalmente, el corazón se entrega, porque tiene en su misma entraña el coraje. Cordura, recuerdo y coraje como maneras de llenar el corazón. Ya sólo esas palabras nos quitan el frío.