No recuerdo por qué escogí aquel desvío y no cualquier otro. Había salido de buena mañana a pasear en coche. Sí, sí, a pasear, pues no tenía un destino concreto. Ese día, además, tomé la vieja carretera de la costa en dirección al norte y no al sur, al contrario de lo que solía hacer: sentía esa necesidad que me asedia periódicamente de vivir algo nuevo.

En torno a las doce de la mañana paré en una estación de servicio para llenar el depósito. Bueno, para rellenar el depósito y comprar un café frío, de esos que vienen envasados, y un paquete de Winston. Entonces me invadió una extraña seguridad: pensé que con café y tabaco podría subsistir todo el tiempo que hiciera falta, como el aventurero cuando se dispone a adentrarse en el bosque con su cantimplora y su navaja en la mano, de modo que opté por finalizar el paseo en coche y explorar el siguiente pueblo que encontrara. No tardé más de diez minutos en vislumbrar un desvío que ni siquiera estaba asfaltado. Lo tomé y llegué a una aldea de nueve o diez casas construida en una pequeña ensenada en torno a un muelle algo deteriorado por el salitre. Era una imagen de postal, realmente preciosa; su belleza era delicada, humilde, armónica.

Todavía anonadado, me senté en el muelle con los pies colgando sobre el agua. El aire —aún hoy puedo notarlo— olía a comienzo, a redención. Pensé que era un buen lugar para empezar una nueva vida o, por lo menos, para evadirme de la que entonces vivía. Sobre todo, cuando observé con detenimiento la casa más cercana al muelle, que me pareció más propia del Trastévere romano que de la Galicia profunda. Tenía dos plantas, igual que sus vecinas, pero poseía también una terraza en el piso superior con el tamaño suficiente como para albergar una mesa de café y una silla. Contaba, además, con unas preciosas contraventanas, parecidas a las de los edificios más señoriales del barrio de Salamanca. Me imaginé viviendo allí, despertándome cada mañana con los primeros rayos de sol —esos rayos anaranjados que calientan sin quemar, que invitan, pero no obligan— y saliendo a escribir a la terraza con un tazón de café y un paquete de tabaco. Desde esa terraza, contemplando el mar, el muelle y las barcas, podría escribir ininterrumpidamente desde el alba hasta el ocaso y no perder jamás la inspiración. Y no porque crea que mi inspiración puede ser infinita, sino porque la gracia, que es su verdadero origen, asiste al artista en el sosiego y la calma.

Pasé toda la mañana fantaseando sentado en el muelle. Jugué a imaginar a quién pertenecían las barcas —algunas de remos, algunas con un pequeño motor— que estaban allí fondeadas y cuyos nombres eran, todos, femeninos: Estela, Amalia, Mafalda. También —lo confieso— pensé en darme un paseo en alguna, pero deseché rápidamente la idea: temí perturbar la paz de aquella preciosa aldea. Perturbarla me habría convertido en turista. A mí, que siempre he querido ser viajero.