Hace un par de años nuestra clase política aprobó sin consultar a los madrileños —¡ay, la democracia representativa!— el proyecto de Madrid Nuevo Norte, que ya provoca atascos quilométricos en la capital. Como sucede con las cosas realmente importantes —reforma de la Constitución, estado de alarma…—, partidos en teoría enfrentados se pusieron de acuerdo, pues sus diferencias, aunque aparentemente insalvables, suelen circunscribirse a temas menores.
Respecto de este flamante nuevo proyecto, nuestros representantes públicos, siempre tan preocupados por los índices cuando conviene, aseguran que atraerá mucha inversión extranjera. Y lo dicen con solemnidad, creyéndoselo, como si la inversión extranjera fuese un bien absoluto (y no relativo y dependiente de en qué se realice la inversión y a quién beneficie) o como si nuestra vida debiera oscilar en torno a ella. Me recuerda un poco a cuando se planteó derogar la ley antitabaco de Zapatero para contentar a Adelson y suplicarle que creara Eurovegas: hasta que no vino el empresario yanqui, a nadie pareció importarle que la ley fuese injusta, que atentara contra la libertad o que los hosteleros hubiesen gastado miles de euros en reformar sus locales para cumplir con la ley inmediatamente anterior. Tampoco importó luego: el único que iba a estar exento de cumplirla era Adelson, pues, según nos contaron, venía a crear empleo, riqueza y prosperidad, aunque nunca supimos para quién. Lo que sí supimos fue lo que dijo Esperanza Aguirre («habrá que cambiar las normas que necesiten ser cambiadas») y que Adelson, ahora muerto, terminó trasladando el proyecto a Asia.
Así, uno ni se pregunta cómo pudieron los políticos acatar una atrocidad como Madrid Nuevo Norte; se pregunta más bien cómo pudieron —o pudimos— acogerla los madrileños con alborozo. Yo nos creía algo más apegados a los chaflanes, las terrazas y los balcones, pero es evidente que los cinco rascacielos que presiden nuestro skyline —cursis madrileños dixit— no han hecho sino incrementar nuestras ganas de ser como Shanghái, Tokio, Londres o Dubái. Anhelamos ser modernos, cool, prósperos, dinámicos y, por lo tanto, intercambiables. Y a eso vienen los nuevos rascacielos, que tienen más cristal, más pisos, más ascensores, más luces, más antenas que los anteriores: a terminar de convertir la capital en una ciudad indistinguible de cualquier otra urbe globalizada.
Visto lo visto, lo peor de todo es que el proyecto que va a afear Madrid habría encontrado suficiente respaldo si se hubiese sometido a referéndum o a algún tipo de votación. De ese modo al menos podríamos decir que se trata de un engendro democrático. Pero, como no se hizo, uno sólo puede afirmar que este engendro es fruto del encamamiento entre el poder económico y el político. O, más que encamamiento, subyugación, pues mientras el primero ordena, el segundo, preocupado por contentar a su amo, acata.