La Segunda República española no se definió tanto como realización de unos principios hoy míticos, como por aquello con lo que sus próceres y militantes pretendieron acabar, sobre todo el catolicismo y los católicos. El resentimiento fue su principal motivación y el anticlericalismo una de sus expresiones más obsesivas, materializada en una persecución religiosa implacable e industrial desde mayo de 1931. Un rencor que se intensificó con el levantamiento del 18 de julio de 1936, cuando media España demostró que no se iba a dejar aniquilar a manos de la otra media.
Tras el estallido de la Guerra Civil, los partidarios de la «legalidad republicana» —no era lo primero ni lo segundo— hicieron de la tortura y el asesinato de católicos la norma. Con una saña sanguinaria, satánica, sin reparo por acabar con la vida de niños y ancianos cuyo único crimen fue ir a misa, los milicianos socialistas, comunistas y sindicalistas de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) o la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) llevaron el infierno a la retaguardia de los territorios donde aún no había triunfado la sublevación.
Entre los más de 10.000 sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que trabajaban en instituciones católicas martirizados se cuentan 13 obispos. Casi todos, una docena, asesinados por el Frente Nacional en 1936, alguno con un odio inhumano. Localizados y retenidos en los inicios de la guerra únicamente por ser quiénes eran.
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Eustaquio Nieto (Sigüenza)
Cuando el Ayuntamiento de Guadalajara se posicionó a favor del pronunciamiento el 21 de julio, Nieto intercedió para que no se cometieran fusilamientos y logró limitar la represión en la provincia. Al día siguiente, la columna dirigida por el coronel Puigdengolas tomó de nuevo Guadalajara y envió unas secciones al mando de Cipriano Mera para hacerse con Sigüenza, que fue controlada el 24. Entonces detuvieron al obispo y lo sometieron a un juicio público en el que los testimonios de los dirigentes izquierdistas locales propiciaron su absolución y liberación. De poco sirvió. El 26 de julio fue secuestrado por orden de Mera para ser asesinado. Cuando lo trasladaban en coche fue arrojado en marcha del vehículo, como sobrevivió le dispararon y quemaron su cuerpo.
Salvio Huix (Lérida)
Tras saber del alzamiento se refugió en casa de unos conocidos. A los pocos días empezaron a llegarle noticias de la brutal represión a la que estaban sometiendo al clero de su diócesis por lo que decidió entregarse para intentar mediar ante las autoridades revolucionarias. De nada sirvió: fue encarcelado inmediatamente en la cárcel provincial donde pasó dos semanas hasta que en la madrugada del 5 de agosto fue conducido junto a otros 20 presos, en su mayoría religiosos, políticos y empresarios locales, a las inmediaciones del cementerio donde fueron fusilados.
Cruz Laplana (Cuenca)
El pronunciamiento del 18 de julio fracasó en Cuenca por la actuación del teniente coronel Francisco García de Ángela, quien se comprometió a garantizar la integridad de todos los ciudadanos. Así fue hasta la llegada de milicianos anarquistas de las unidades mandadas por Mera que obligaron a Laplana a abandonar su residencia el 28 de julio, trasladado al seminario que había sido hecho cárcel. Allí permaneció detenido hasta que el 7 de agosto, en compañía de otras siete personas, fue sacado de madrugada para ser fusilado sin que mediara juicio alguno.
Florentino Asensio (Barbastro)
A continuación del levantamiento militar, el comité revolucionario local decretó su arresto dentro de la residencia episcopal. Cuatro días después se le trasladó a la cárcel municipal, donde se le interrogó en varias ocasiones y se le intentó obligar a que apostatara. Ante su permanencia en la fe se le confinó en una celda aislada donde fue torturado por milicianos que llegaron a amputarle los testículos. Nunca apostató. En la madrugada del 9 de agosto fue trasladado junto a otros 12 detenidos en un camión hasta un paraje cercano a Barbastro. Ahí fueron fusilados y arrojados a una fosa común en la que ya reposaban varios seminaristas de la diócesis.
Miguel Serra (Segorbe)
Arrestado en el obispado, el 27 de julio se le trasladó a la cárcel local improvisada en dependencias del ayuntamiento. Junto a él fueron trasladados el vicario, Blasco Palomar, el hermano del obispo, Carlos Serra, y otros cinco religiosos y seglares vinculados a la sede diocesana. Allí permanecieron hasta la madrugada del 9 de agosto, cuando fueron sacados en varios vehículos con el pretexto de ser llevados a Vall de Uxó. En el camino, los milicianos detuvieron los vehículos, en una zona deshabitada fusilaron a sus rehenes y abandonaron sus cuerpos.
Manuel Basulto (Jaén)
Tras retenérsele durante los primeros días en su domicilio, el 2 de agosto fue detenido, junto a su hermana y su cuñado, y recluido en la catedral de Jaén, convertida en cárcel gestionada por el Comité Revolucionario provincial. Allí permaneció hasta el 11 de agosto, cuando fue sacado para ser llevado en tren a la cárcel de Alcalá de Henares. A esos traslados se les conoce como los trenes de la muerte: el convoy fue detenido y todos sus ocupantes (casi 200), ametrallados. Entre ellos se encontraba el obispo Basulto, cuyo cuerpo fue saqueados por la turba congregada para ver los asesinatos.
Manuel Borrás (obispo auxiliar de Tarragona)
Fue hecho prisionero junto al cardenal Vidal y Barraquer el día 21 de julio. Se les mantuvo retenidos unos días en el monasterio del Poblet, hasta que el día 24, tras la intermediación del Papa, se consiguió la liberación del cardenal que fue trasladado a Italia. Sin embargo, Borrás no tuvo la misma suerte y quedó detenido en Montblanch hasta que, a mediados de la primera semana de agosto fue llevado ante un tribunal revolucionario en Tarragona que decretó su condena a muerte que fue ejecutada de inmediato. Fue fusilado el 12 de agosto y su cadáver, quemado después para dificultar su identificación.
Narciso Esténaga (Ciudad Real)
Aunque se produjeron fusilamientos y sacas de ciudadanos, al obispo se le respetó durante las primeras semanas. Pero cuando a principios de agosto se trasladó a la Guardia Civil a Madrid para reforzar la defensa de la capital, los milicianos anarquistas y comunistas asaltaron el palacio episcopal obligando a Esténaga a abandonarlo porque había sido incautado para ser la nueva sede del Comité Revolucionario. Se le obligó a trasladarse a la residencia de un vecino, donde permaneció hasta el 22 de agosto. En la madrugada de ese día fueron sacados por la fuerza y trasladados a la localidad de Peralvillo del Monte, donde fueron fusilados y abandonados en una zona próxima al río Guadiana.
Manuel Medina (Guadix)
Fue detenido en su residencia tras un registro realizado por milicianos dirigido por el alcalde de Guadix y su hijo que aprovecharon para incautarse de cuanto objeto de valor hubiera en la casa. Tras su detención fue obligado a desfilar entre las turbas congregadas en las calles de la localidad para hacerle pasar por una situación de escarnio. Dos días después, el 29 de julio, fue trasladado a Almería donde pasó por cuatro prisiones diferentes hasta que el 30 de agosto fue sacado junto al obispo de Almería y otros 16 religiosos para ser fusilado en el barranco de Vícar.
Diego Ventaja (Almería)
El 24 de julio un grupo de milicianos irrumpió en la sede episcopal de Almería con la excusa de registrarla. Se incautaron de numerosa documentación que, supuestamente, relacionaba al obispo con «actividades contrarrevolucionarias», lo que propició su detención y reclusión primero en el barco prisión Astoy Mendi y después en el acorazado Jaime I, donde coincidió con el mencionado obispo de Guadix. Corrió la misma suerte.
Juan de Dios Ponce (Orihuela)
Varios seglares que trabajaban para el obispado de Orihuela convencieron al obispo Ponce de la necesidad de ocultarse en los primeros días de la Guerra Civil. Consiguió ocultarse, cambiando varias veces de casa hasta que fue descubierto a mediados de octubre de 1936. Fue encarcelado durante varias semanas en las que fue torturado para que apostatara. La madrugada del 30 de noviembre fue trasladado junto a otros nueve sacerdotes de su diócesis al cementerio de Elche, donde les fusilaron. Los milicianos impidieron que los cuerpos fueran recogidos hasta una semana después del asesinato para que fueran contemplados como «escarmiento de contrarrevolucionarios».
Manuel Irurita (Barcelona)
El 21 de julio, cuando la residencia episcopal era asaltada por una turba de comunistas y anarquistas, el clérigo se ocultaba en la casa del joyero Antonio Tort, convertida en piso franco para los religiosos perseguidos por el Frente Popular. Allí permaneció hasta el 1 de diciembre de 1936, cuando un grupo de milicianos descubrió el escondite. Fueron detenidas ocho personas, además de los joyeros. El día 3 de diciembre, el obispo fue fusilado en las tapias del cementerio de Moncada. La propaganda republicana extendió durante años la mentira de que había salvado la vida por la bondad de sus asesinos y había vivido oculto en el Vaticano desde entonces.
Anselmo Polanco (Teruel)
Después de que el coronel Domingo Rey d’Harcourt rindiera la plaza el 8 de enero de 1938, el obispo y el militar fueron hechos prisioneros por las tropas rojas. El Gobierno descartó la propuesta de Indalecio Prieto de que fuera enviado a Francia y puesto allí en libertad. Tras varias etapas y el paso por Valencia, ambos fueron internados en el llamado Depósito para prisioneros de Barcelona. Allí pasaron el resto de la guerra hasta que el 23 de enero de 1939, horas antes de que Barcelona fuera tomada por las tropas de Franco, cuando se les llevó a la frontera con Francia obligándoles a ir con los milicianos que huían en desbandada, que consideraban que con el militar y el religioso tenían dos rehenes con los que negociar en caso de necesidad. El 7 de febrero de 1939 fueron fusilados por los comunistas que les llevaban.