Apenas ha pasado un cuarto de LaLiga y ya son tres los fines de semana sin competición por compromisos de las selecciones nacionales. Mientras en Europa miramos de soslayo los encuentros de clasificación al Mundial —hasta que asoma el abismo de una repesca—, en otras regiones estos partidos suponen una lucha por la vida o la muerte —más bien, y como no puede ser de otro modo, siempre por la vida.

La fortuna de contar con una importante presencia sudamericana en España impacta de manera directa en equipos que aspiran al título, como el Atlético de Madrid. El desafío supone cortar el ritmo de las plantillas y manejar los esfuerzos de los jugadores contando con sus desplazamientos posteriores —y anteriores— a sus compromisos con el club.

Sin lugar a duda, Simeone pensó y analizó este impacto con el cuidado que le caracteriza después de las meritorias victorias en Milán y en Madrid contra el Barcelona. Llegó el segundo parón con un equipo que, aunque al alza, aún se encontraba dubitativo en su búsqueda de solidez. El calendario esperaba sediento y devolvía jugadores con muchos kilómetros en la cabeza y, sobre todo, en las piernas: además del doble enfrentamiento con el Liverpool en Europa, tocaba duelo con el meritorio líder de San Sebastián, visita a su bestia negra en el Ciudad de Valencia, un Betis lanzado y una siempre difícil visita a Mestalla. En caso de salir bien parados, aunque en octubre no se ganan títulos, sí se forjan equipos con carácter de campeón.

La lectura de este mes es más agria que dulce. El verdadero déficit parecía el contar con bajas importantísimas en varios de estos encuentros, algunas por dosificación y otras por estrés en forma de lesión, con jugadores sobreexpuestos por el calendario. El análisis de lo extra futbolístico —sin contar con un nivel arbitral paupérrimo en varios de los convites—, no puede ensombrecer la realidad del césped: el Atlético es un constante homenaje a Aristóteles. La abundante calidad individual de su plantel compite con la ausencia de ésta en el colectivo, y la balanza se equilibra con virtud. El equipo sigue sin ser: ni esencia, ni liderazgo. Calidad a brochazos, momentos y destellos de brillantez como reacción, y lamentablemente casi nunca con propósito de acción. Se podría achacar a la necesidad de encajar un equipo con más atacantes que mediocampistas este equilibrio desequilibrado. Sin embargo, en mi opinión, la razón —o razones— van más allá de los futbolístico.

Y es que el fútbol es la vida en alta definición. Y los últimos minutos del partido en Valencia fueron, una vez más, otra evidencia de que la actitud está y estará siempre por encima de la aptitud: ¿o alguien cree que la plantilla del Atlético no tiene futbolistas capaces de mantener una posesión sosegada con dos goles de ventaja y dormir un partido? En Mestalla nadie fue capaz de pedir la pelota, de mostrar carácter y de adueñarse emocionalmente del partido. ¿Dónde queda el orgullo y el ego del que se siente ganador, del que es el vigente campeón? La grandeza se manifiesta, no se exhibe, porque la grandeza no es solamente calidad, sino identidad.

En Valencia, con la victoria casi en el bolsillo, la salida de un recién llegado como De Paul —el mejor con diferencia— bajó las pulsaciones de sus compañeros. Futbolísticamente, se reforzó doblemente el centro del campo y, aun así, se perdió el control. El Cholo pedía calma, pero en su equipo nadie conseguía mostrar jerarquía y, sobre todo, contagiarla.

Muchos mirarán al banquillo, a un fallo en el marcaje o a una pérdida de balón innecesaria. Otros a los árbitros. La realidad evidencia un empate que sabe a la peor de las derrotas: la de un corazón que, intermitentemente, late a sangre templada.