Se sienten acechadas, acorraladas, acosadas. Las mujeres han perdido la inocencia de la ignorancia, han congelado su corazón proyectando miradas frías a todos los hombres que las miran. Les gusta ser adoradas, sentirse poderosas, que su cabello sea admirado por los varones. Sin embargo, en un oxímoron existencial, ese pensarse deseadas se convierte en un arma de doble filo que les hace ponerse a la defensiva ante cualquier atisbo de acercamiento varonil.

Recuerdo cuando en 2015 Pilar Punzano denunció a Imanol Arias por acoso sexual argumentando que su compañero en la serie Cuéntame tenía las manos muy largas. Los colegas del reparto defendieron a Arias atribuyendo aquel malentendido a su carácter campechano. Ésa es una de las conquistas del movimiento woke, cargar la inocencia de oscuras sospechas. Todas estas efemérides han provocado que sea más difícil convivir entre nosotros. Toda esta oleada pseudo feminista ha erradicado la normalidad de las relaciones entre hombres y mujeres. No hablo únicamente de los vínculos sexoafectivos, sino también de los nexos laborales o de amistad. Hay incluso personajes como Andrea Fernández, dirigente socialista, que llegan a condenar la costumbre social de intercambiar besos en la mejilla. Me corta mucho el rollo conocer a una chica en un ambiente extralaboral y que me dé la mano. Discúlpenme, es que también tengo el vicio de ser campechano. Me gusta tocar, abrazar, besar. Les hay que quieren anestesiar nuestra naturaleza latina y que nos hagamos los suecos.

Una de las razones por las que entre algunas mujeres existe pavor a encontrarse con un hombre reside en las heridas emocionales. La sociedad con nula educación afectiva en la que vivimos está llena de seres errantes que respiran por las heridas. Me gusta fijarme en las miradas, los ojos lo desvelan todo, confiesan la pureza u oscuridad del alma. Percibo un dolor cargado de desconfianza hacia el sexo opuesto en algunas chicas. Han comprado la retahíla de disfrutar del momento sin ser conscientes de que todo lo que hacemos tiene su eco en el interior. Han estado con verdaderos gilipollas y ya se creen que todos somos así. Esa es la paradoja de la clásica solterona que despotrica de los hombres mientras se siente atraída por el perfil macarrónico de siempre. Ahí reside otro de los logros del feminismo malentendido, la fagocitación del hombre normal y el surgimiento de las deconstrucciones masculinas: el malote y el varón afeminado. Mientras la segunda se fundamenta en la renuncia de la virilidad, la primera aparece a modo de rebeldía exacerbada con sobredosis de testosterona. Éstos hacen trizas los corazones emocionales de ellas y demonizan al resto sobre la faz de la tierra. Y así están, tristes, inseguras, desconfiadas. Siempre le digo a mi novia que lo que más me gusta de ella son sus ojos porque reflejan su delicadeza. Quizá sea porque no ha sido maleada por una relación tormentosa con un Jonathan de extrarradio. Ya describió el cardenal Robert Sarah en Se hace tarde y anochece los grandes traumas sentimentales que provocan los vínculos cuasi matrimoniales con la persona equivocada. Marina es tan inocente que, a veces, un servidor, curtido en el turbulento aparato de la política, le tiene que advertir sobre ciertas prudencias.

Cautelas en un mundo deformado. Degenerado precisamente por estímulos sexuales como el de la pornografía. Droga consumida en su mayoría por hombres. Las mujeres, más emocionales, se estimulan menos que nosotros viendo sexo explícito y prefieren excitarse con relatos eróticos. 50 sombras de Grey ha sido de las novelas más vendidas de la historia. Pseudo pornografía que no despierta los instintos sexuales de una forma tan obvia como los vídeos a los hombres. Ésa es la razón por la que ellos comen con la mirada a las mujeres y ellas se sienten atraídas por otros elementos más intangibles como la inteligencia. No se puede negar que el ambiente que vivimos está haciendo que las violaciones aumenten de forma considerable. Tampoco podemos rechazar que la mayoría de los delitos sexuales son cometidos por hombres. Más que preguntarnos qué nos pasa, hay que consultar a aquéllos que no pueden tener sus genitales dentro de los pantalones. Tenemos un problema. Sin embargo, es un insulto acusar a todos de constituir un riesgo para las mujeres. Violadores son los violadores, no los hombres. Que una persona de distinto sexo quiera construir una relación amistosa no es sinónimo de que tenga interés en estudiar antropología. Todavía recuerdo cuando le propuse a una chica de quedar para tomar un café a propósito de un libro que había escrito y a toda prisa se lo contó a mi novia acusándome de ser un Don Juan.

En lugar de mantener tantos chiringuitos con presupuestos mayores que el del Ministerio de Educación, deberíamos aspirar a una sociedad más humana en la que no seamos usados los unos por los otros. Es evidente que algo no va bien cuando numerosas mujeres son violadas por cuatro en un baño de una discoteca. Menos mal que dan a nuestros hijos educación sexual en los colegios…

Gracias, Irene.