Lo decía Mar Velasco hace unos días y, con su permiso, dispuesto a ir al fifty-fifty en el negociado, le propongo que hoy, primero de junio, fecha redonda, reclamemos de forma conjunta para la humanidad y las especies capaces de sentirse interpeladas el Día Internacional de los Días Internacionales.
En esta feliz jornada, tuiteros del mundo, medios de comunicación, empresas eco-friendly, híbridas y enchufables, fundaciones disidentes, religiones poliamorísticas, restaurantes de basura cara y equipos de quidditch regional, celebran cosas. Cosas a manta, lebrillos de cosas. Cosas que son buenas, pero también malas. Cosas emotivas, pero ojo, cosas con enjundia.
Para saber situar en el espacio mítico el origen del Día Internacional de los Días Internacionales nos tenemos que trasladar al sueño húmedo de Zapatero y sus neologismos carnosos, vertebrados en una única estirpe de idealistas rencorosos donde su más significado líder fue abrasado por un acné de la variante Atila en tiempos donde no existía la inmunización del Roacután.
En ese onirismo turbio del que nos quieren hacer partícipes, invitándonos a sus pesadillas apretadas, turbantes y kipás se echan a la misma colada, Trump es elegido ariete feminazi e Irene Montero es elevada a los altares de la densidad semántica y discursiva «por los siglos de los siglos, bereber».
Este día es el día cero. Es la confirmación de que ya contamos con un nuevo santoral pagano que ha venido para apuntalar la tontuna colectiva. Es la confluencia total del todo y la nada en un Tao-Tao cremoso, con el topping negro discurriendo por libre entre el yogurt helado del flow contemporáneo.
El Día Internacional de los Días Internacionales es la fiesta grande de la patria chica y la celebración pequeña del desierto espiritual. Es la cúspide y el valle embuchados en una bola de cristal que festeja la Navidad de 1989 en una gasolinera de Albacete. Es, en definitiva, el día de los días donde la gente corriente se emperra en hacer lo mismo de siempre: sobrevivir al estertor de la inteligencia mientras recogen las cosas que los críos van dejando por ahí tiradas, pagando sin mirar la gasolina y aguantando correos kilométricos de jefaturas mileuristas que se regocijan en la perpetuación de la estratificación social mientras gritan: «¡Qué injusto es el mundo, que venga ya la limo!».
En este día está prohibido prohibir el estar a favor de estar a favor pues es la celebración pantagruélica de que el mundo se va al traste tocando rumbas y fortaleciendo glúteos. ¡12 points goes to España! Y todo mientras la humanidad de saldo se llena el escote de popelina tailandesa y va a la tienducha de los alucinados para que le pongan la pegatina del Bollicao en el tobillo o algún jeroglifo chino que quería decir «Amor» pero acaba diciendo «Rata parda».
El Día Internacional de los Días Internacionales es, por su ontología, indestructible, salvo intervención divina de un friegapiedras gigante que, de un manguerazo a presión, definitivo, quite los chicles que han hecho concha sobre el asfalto.
Hasta que eso ocurra, ¡feliz Día Internacional de los Días Internacionales!