La soledad del padre Custodio ante el tribunal

El caso de Custodio Ballester ha tocado una fibra sensible: la de una sociedad que percibe que la libertad de expresión ya no es igual para todos

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El 1 de octubre no va a ser un día cualquiera en la diócesis de Barcelona. Este miércoles, el padre Custodio Ballester Bielsa se sentará en el banquillo de los acusados. La fiscalía le pide tres años de cárcel y 3.000 euros de multa por unas declaraciones pronunciadas hace años, en las que advirtió que el islamismo radical «quiere destruir Europa y la civilización occidental». Y aquello, que muchos interpretaron como la sencilla constatación de un sacerdote, ha sido elevado ahora a delito de odio.

El proceso judicial tiene algo de kafkiano: un sacerdote que lleva más de veinticinco años de ministerio es perseguido por lo que dijo en un plató de televisión, mientras las hemerotecas abundan en ejemplos mucho más gruesos contra el cristianismo que nunca han tenido consecuencias. La pregunta, repetida en círculos católicos, es inevitable: ¿debemos permanecer callados ante el doble rasero?

La libertad de expresión en juego

No se juzga solo a Ballester; se juzga hasta dónde puede llegar la libertad de un católico para hablar de realidades incómodas. La fiscal que impulsa la acusación, María Teresa Verdugo, considera que las palabras del sacerdote incitan al odio. La realidad, en cambio, es que las palabras de este barcelonés no atacaron a los musulmanes, sino que pusieron énfasis sobre una realidad acallada en Europa.

La campaña de apoyo lanzada en Peticiones Católicas lo plantea sin rodeos: «¿Qué hubiera pasado si en lugar de un sacerdote hubiera sido otra persona? ¿Por qué se permite ridiculizar a la Iglesia y se castiga con cárcel la crítica al islamismo radical?». Las firmas de apoyo se cuentan por miles, lo que demuestra que, más allá de su figura, el caso del padre Ballester ha tocado una fibra sensible: la de una sociedad que percibe que el derecho a expresarse ya no es igual para todos.

Las asociaciones musulmanas y la piel fina

Al fondo, como un rumor constante, aparecen las denuncias de varias asociaciones musulmanas que, ofendidas por las declaraciones del sacerdote, se han constituido en parte activa. El problema no es la defensa de su credo, sino el salto hacia la intolerancia: el deseo de silenciar al discrepante. En nombre del respeto, se exige censura. En nombre de la convivencia, se reclama la mordaza de los católicos.

Y mientras tanto, Europa sigue viendo cómo el terrorismo islámico golpea una y otra vez a sus ciudades. La paradoja es cruel: se condena al que lo denuncia, no al que lo practica. Esta falta de libertad para denunciar uno de los crecientes desafíos de nuestro tiempo, sin embargo, no parece ser problema para la diócesis de Barcelona.

El abandono de la diócesis

Quizá lo más doloroso para el padre Custodio no sea el proceso judicial en sí, sino la soledad eclesial en la que se encuentra. El arzobispado de Barcelona, lejos de brindarle apoyo, ha marcado distancias. El comunicado oficial habla de «respeto a las decisiones judiciales» y se cuida mucho de no respaldar a un sacerdote al que, en otras épocas, habrían defendido sin matices.

Es un gesto que se parece más al cálculo político que a la caridad pastoral. Esta vez el arzobispo Juan José Omella ha preferido que no interese la polémica. Como si la diócesis no tuviese un historial de pronunciamientos sobre otras cuestiones política. La consecuencia es una imagen desoladora: un cura veterano, sin respaldo institucional, confiado únicamente a la solidaridad de los fieles.

Cultura, identidad y futuro

El caso Ballester es, en realidad, un espejo de algo más amplio. España —como toda Europa— vive una crisis de identidad cultural. En nombre de una tolerancia mal entendida, se condena cualquier afirmación que recuerde los fundamentos de nuestra civilización. Hablar de cristianismo es retrógrado; criticar al islamismo radical, delito de odio; defender la familia, un discurso excluyente.

Se diría que hemos pasado de la autocensura al castigo legal. Y lo más grave es que ocurre con la colaboración, o al menos la pasividad, de instituciones llamadas a proteger la verdad y la libertad. Con cierta deportividad se lo toma el padre Ballester: «Si hay que ir a prisión como Asia Bibi, pues se va». Pero no es esa la cuestión.

Lo que se decide estos días no es solo la suerte de un sacerdote barcelonés. Lo que se juega en el tribunal es si en España queda espacio para hablar sin miedo, para pensar en voz alta, para advertir de los peligros que amenazan a Europa sin ser reducido al silencio. Y si la Iglesia está dispuesta a acompañar a sus hijos cuando más lo necesitan.

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