El pasado 30 de agosto, el Consejo de ministros aprobó la reforma de la Ley del Aborto, uno de los proyectos estrella de Irene Montero. La principal novedad de la norma es que vuelve a permitir que las menores de entre 16 y 18 años puedan abortar sin consentimiento paterno.
Lo que ha generado más debate es que una menor pueda abortar sin consentimiento de sus padres. Ciertamente, es una barbaridad. Con la reforma, España se convierte en un país en el que es necesaria la autorización paterna para ir a una excursión escolar, pero no para abortar. Dejando a un lado lo que escandalizaría a cualquier persona con dos dedos de frente, esta modificación tampoco tiene una justificación jurídica. Figuras tan relevantes de nuestro ordenamiento jurídico como la patria potestad se han ido por el sumidero con la nueva reforma. El artículo 154 del Código Civil establece que «los hijos e hijas no emancipados están bajo la patria potestad de los progenitores. Los padres tienen el deber de velar por sus hijos, tenerlos en compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral». A la luz de este artículo, ¿de quién será la responsabilidad? ¿Quién quedará al cuidado de la niña? ¿Los padres? ¿El Estado?
Otro precepto clave de nuestro ordenamiento jurídico es el artículo 63.1 de la Ley Orgánica de la Responsabilidad Penal del Menor. Dicho artículo establece que los padres serán responsables civiles subsidiarios de los daños y perjuicios ocasionados por sus hijos menores de edad. No parece demasiado lógico que los padres puedan llegar a pagar por delitos cometidos por sus hijos y al mismo tiempo no tengan nada que decir sobre una decisión tan trascendental como es el aborto.
Pero más allá del debate sobre la edad para poder abortar, lo verdaderamente desolador es comprobar que la mayor parte de la sociedad ha aceptado el aborto como un método anticonceptivo más. Y no, no lo es. El aborto es fracaso moral. Un drama en el sentido más amplio de la palabra.
Resulta asombroso ver la ligereza con la que hablan algunos de «libertad». En primer lugar, por la nula empatía que se demuestra hacia el nasciturus. El debate estos días se ha centrado en el supuesto derecho de la mujer a tomar la decisión que considere oportuna, dejando a un lado los derechos de la vida que está en camino. En segundo lugar, porque el aborto es una práctica que puede provocar innumerables daños ―no corresponde enumerarlos a este pobre juntaletras― físicos y psicológicos para la mujer. Por ello, hablar del aborto con la frivolidad pasmosa que estamos viendo estos días es una absoluta temeridad.
Al mismo tiempo, la nueva norma incluye otras novedades como la eliminación de los tres días de reflexión y la información obligatorias que se les entregaba a las mujeres embarazadas. Con estas modificaciones, da la sensación de que lo único que pretende el gobierno es abocar irremediablemente a las mujeres a abortar, privándolas de cualquier alternativa.
Por si todo lo anterior no fuese suficientemente grave, la nueva norma es una apisonadora de derechos fundamentales. Una más de la larga lista de Irene Montero. Con la reforma, se pone en peligro el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios, un derecho constitucional básico en cualquier país que se diga civilizado. Así, los profesionales que se nieguen a practicar un aborto deberán estarán obligados a inscribirse en un registro cuyo fin último es estigmatizar y poner en la diana a dichos profesionales.
La nueva ley es, en definitiva, un paso enorme en la consolidación de la cultura de la muerte y la banalización de la vida humana. Todo ello mientras se protege a embriones y huevos de especies animales. Teniendo en cuenta que la progresía acude a la madre ciencia para justificar muchos de sus delirios ideológicos, tachando de «negacionista» a todo aquel que ose discrepar, no sería descabellado decir que ellos son negacionistas de la vida. Porque no hay mayor hecho científico constatado que la vida humana nace en el momento de la concepción.