El abismo creciente entre los irlandeses y sus políticos

Dublín vuelve a arder mientras las instituciones miran hacia otro lado preocupadas por unas elecciones presidenciales que no importan al país

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Los irlandeses están llamados a votar este viernes a su jefe de Estado exhaustos y desconfiados. Las imágenes de Dublín en llamas, con un furgón policial ardiendo frente al hotel Citywest y una multitud lanzando piedras y botellas contra los antidisturbios, han sacudido la víspera de unas elecciones que hasta hace no demasiado tiempo eran meramente institucionales. Pero la calma irlandesa hace tiempo que se quebró.

Las últimas revueltas comenzaron con la detención de un hombre de 26 años, presunto solicitante de asilo, acusado de agredir sexualmente a una niña de diez años en las inmediaciones de un centro de acogida. La noticia se extendió con rapidez en las redes sociales y encendió la mecha. Miles de personas se concentraron ante el hotel Citywest, convertido desde hace años en alojamiento temporal para refugiados. Lo que al principio fue una protesta pacífica degeneró en disturbios, enfrentamientos con la Policía, cargas, heridos y seis detenciones.

«Era una turba con intención de atacar a la Policía», denunció el comisario Justin Kelly tras los altercados, mientras el ministro de Justicia e Inmigración, Jim O’Callaghan, prometía una «respuesta firme» contra lo que calificó de «matonismo». De nuevo, mensajes que criminalizan a la gente corriente y que, lejos de calmar a quienes perciben que las instituciones viven de espaldas a su malestar, les envalentona.

Irish Lives Matter: los dublineses se levantan contra la inseguridad provocada por la inmigración

Irish Lives Matter

Los ecos de aquella noche de noviembre de 2023 resuenan todavía en la memoria colectiva de los dublineses. Poco antes de las ocho, los antidisturbios de la Garda avanzaban por la calle O’Connell —ante la Oficina de Correos donde en 1916 estalló el Levantamiento de Pascua— mientras un autobús de dos pisos ardía y los manifestantes intentaban prender fuego a un tranvía del Luas. El caos se había desatado tras el apuñalamiento de una mujer y tres niños, entre ellos una niña de cinco años, por parte de un inmigrante argelino. El agresor fue reducido por un repartidor brasileño, pero el estallido social fue inmediato.

Aquella noche, un coche policial quedó calcinado y varios agentes resultaron heridos. Algunas de las calles más transitadas de Dublín (Parnell, Westmoreland, Abbey…) se llenaron del humo de contenedores ardiendo, y fueron el escenario de enfrentamientos cuerpo a cuerpo entre ciudadanos y gardaí. Las imágenes de los helicópteros sobrevolando una ciudad en llamas recorrieron el mundo.

El entonces comisionado Drew Harris compareció para describir los hechos como «ataques» impulsados por «una facción completamente lunática y hooligan, de extrema derecha». Pero su rueda de prensa, idéntica al guion institucional europeo, terminó por reforzar la sensación de distancia entre los dirigentes y la realidad. Muchos irlandeses vieron en sus palabras la incapacidad —o la falta de voluntad— de reconocer un problema de fondo: el aumento de la criminalidad ligada a la inmigración y la fractura social que conlleva.

Un país decadente en el nombre del PIB

Desde entonces, la tensión no ha dejado de crecer. La inflación, la inseguridad y la escasez de vivienda han erosionado el optimismo del país que fue modelo de éxito europeo. Los alquileres se han disparado hasta niveles inasumibles para las clases medias, y la llegada constante de solicitantes de asilo se percibe en muchos barrios como una carga añadida.

El Gobierno insiste en que Irlanda sigue siendo un ejemplo de convivencia y prosperidad, pero la calle piensa otra cosa. El Taoiseach (primer ministro), Micheál Martin, condena como siempre «los abusos repugnantes» contra los agentes y apela a la «responsabilidad cívica», mientras evita abordar las causas del malestar. Los ciudadanos, cada vez en mayor número, sienten que las instituciones han renunciado a protegerlos.

Elecciones sin entusiasmo

En este clima, los algo más de 3,6 millones de votantes están llamados a elegir al décimo presidente de la República. Michael D. Higgins, que deja el cargo tras catorce años, transformó una figura simbólica en una suerte de referente moral —más globalista que apegado a la tradición del país, claro—, interviniendo en asuntos sociales e internacionales. Su sucesora más probable, la diputada independiente Catherine Connolly, de 68 años, representa una izquierda idealista y militante, favorita en las encuestas con un 44% de apoyo frente al 25% de la democristiana Heather Humphreys, ministra vinculada al Fine Gael (PPE).

Connolly simboliza la continuidad del discurso de Higgins. Humphreys, en cambio, encarna la estabilidad institucional, el centroderechismo tradicional y el llamado middle ground irlandés. Ninguna de las dos parece conectar —ni tener intención de hacerlo— con el hartazgo creciente de los irlandeses de a pie, cada vez más distantes de sus castas políticas. La baja participación prevista, en torno a un 40%, refleja una desafección que ya roza la resignación.

Dublín arde, el Estado calla

Los disturbios del Citywest son, en realidad, la reedición de un malestar incubado desde hace años. Irlanda ya no es el país apacible de los años del Tigre Celta. Bajo la superficie de su aparente estabilidad late una fractura entre la Irlanda institucional, globalista, servil a decisiones que no se toman en la isla, y una sociedad que siente que ha perdido toda voz sobre su propio destino. Dublín vuelve a arder. Y las instituciones, una vez más, actúan como si no pasara nada.

Lo que sucede en Irlanda no es un fenómeno aislado. El mismo cansancio recorre Francia, Alemania o Suecia, donde la tensión migratoria y la inseguridad han convertido a la gente corriente en un volcán silencioso. Y pasará en España. En todas partes se repite el mismo patrón: unas élites políticas, empresariales y mediáticas que niegan el problema y una ciudadanía que, entre la ira y el miedo, empieza a perder la confianza en el sistema.

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