Yo creo que esa gallina está viva, pero bueno. Antonio, que es de Barbate, dice que le ha retorcido el pescuezo a cientos y que jamás se le ha escapado una con ganas de menear las plumas. Que la ensarte él también en la baqueta y que me avise para comer.

Hoy no caminamos, nos falta un día para llegar a Smolensko pero parece ser que nos desvían, se rumorea que al norte. No iremos a Moscú finalmente.

Llevamos casi dos meses andando, 900 kilómetros, que se dice pronto, y sólo hemos descansado por razones técnicas tres o cuatro días enteros. Casi siempre por un carro volcado imposible de enderezar o porque los animales estaban más exhaustos que nosotros y se imponía un receso si no queríamos más bajas. ¡Qué caballos, coño! La primera vez que vi un animal de esos pensé que nos mataba. Luego me reí durante más de dos horas el día que a Josico, al haberle amputado un dedo congelado —ya le dije yo que orinar sobre su pie no iba a solucionarlo— le permitieron hacer la marcha a lomos de uno. La visión de Josico y su metro sesenta y cinco intentando subir al jamelgo no se me olvidará en la vida. Si volvemos, se lo contaré a su novia para que se burle.

Nos han dado órdenes de limpiar los fusiles y descansar, pero bien sabemos que el reposo es una trampa para el cuerpo. Después de caminar 40 kilómetros diarios con este calzado duro, ateridos de frío y bañados en sudor a la vez, parar durante un día sólo hace que reemprender el movimiento sea puro dolor para el músculo.

Sí que lo agradece, sin embargo, el hombro, que tiene tiempo para cicatrizar las escaras producidas por el peso del bagaje.

Hemos acampado cerca de unas granjas a las afueras de Minsk, y algunos de los nuestros han ido a ver qué encuentran allí, pero parece ser que sólo ruinas por los bombarderos y la metralla. A los alemanes no les hace gracia que confraternicemos con las muchachas rusas ni con la población civil. Tampoco nuestra indisciplina, pero no dicen nada. Nos saben valientes y, en el fondo, envidian que nos aprecien más que a ellos.

Están organizando un partido de fútbol para después de comer. Alemania – España. ¡Pero si la mayoría estamos en pelotas! A mí me ha costado todo el tabaco que una mujer me despioje el uniforme. He intentado convencerla de que la mermelada era riquísima, pero «net, spasibo», quería los cigarrillos.

Descampado hay desde luego… están colocando las ametralladoras como palos de portería. Por algo somos la Cuarta Compañía del Regimiento de Infantería 263. La instrucción en Grafenwöhr se nos ha subido un poco a la cabeza, me parece a mí.

Pues nada, a jugar. En cuanto demos cuenta de esa gallina y de unas patatas rebozadas en mantequilla.

Dice el teniente que en calzones. Que no seamos maricas que aún es septiembre y este es el mejor tiempo que vamos a encontrar. Que así sabemos quién es de nuestro equipo. En eso tiene razón, los alemanes llevan calzones largos y nosotros lo primero que hacemos en cuanto nos dan muda es meterles un tijeretazo. ¡Todos los españoles saltamos con equipación corta al terreno de juego!

El partido ha animado el ambiente, les tenemos ganas a los de la Wehrmacht. Sin querer comemos rápido y hablamos de estrategias, del Atlético de Aviación, de Benavent, Aparicio y Pruden. El Valencia y el Atlético de Bilbao concentran la mayor parte de las pasiones.

«¿Te das cuenta, Manuel —me dice Antonio el de Barbate— de que estamos en 1941 y somos los primeros españoles en jugar al fútbol en Rusia? Un puñado de aguerridos hombres bajitos, famélicos y con bigote contra estos mastodontes bávaros. La Azul, nos podíamos llamar».